jueves, 26 de abril de 2012


¡SI, ERA ELLA...!

El viejo dormía en su lecho mientras el reloj de pared marcaba las tres de la tarde. En la ventana que estaba a un lado de la habitación entraban unos pocos rayos de un sol pálido por las lluvias del invierno que acababa de pasar. El cuarto era pequeño con apenas tres sillas, una mesa de noche, un ropero carcomido por las termitas y la cama de acero forjado donde el viejo aún dormía. Ya son las tres y treinta y Elizabeth, la vecina del segundo piso como de costumbre entraba a esa hora para darle sus medicamentos y su vaso de leche con un pan tan viejo como todo lo que había ahí. Lo despierta.

-¡Don Francisco, don Francisco!, despierte que ya es hora de tomar sus medicinas para el corazón y la alergia de su piel.
-¡Cuantas veces te he dicho que no me menciones mis pestes y enfermedades!.
-¡Perdone señor, no fue mi intención...!

Hubo un momento de silencio y sólo las ratas en la pared se oían como si estuvieran jugando al escondite.

-¡Al menos tómese este vaso de leche y este pan que le compré!.
-¿Qué crees que soy yo?. ¿Un basurero donde hechar porquerías?.
¡Llévate esa leche bautizada y la piedra que por pan me has traído!.
¡Véte, no quiero nada!.
-Pero...
-¡Lárgate y déjame sólo...!.

El viejo dejó escapar un suspiro largo y sonoro para luego envolverse entre las sábanas.
Tomándo la bandeja con las medicinas, el vaso de leche y el pan despreciado, la vecina del segundo piso salió de la habitación, cerrando la puerta lentamente para no molestar al enfermo, sin lograrlo, pues las visagras herrumbradas producían el característico ruido de todas las viejas puertas de las casas de ese barrio.
Volvió el silencio y el tic tac del reloj siguió marcando el tiempo, el señor tiempo, el que corroe las silla, el ropero, la mesa de noche, la cama y hasta el viejo que aún dormía en su lecho. El tiempo que una vez los unió, el tiempo que los hizo felices, el tiempo que los separó...
Son las cuatro de la tarde, el anciano continúa en la cama. Está despierto y piensa escribir en su diario. El dolor en su pecho le impide sentarse por completo por lo que recostado hacia la derecha de la cama abre su diario y comienza a escribir.

9 de octubre de 1988.

Hoy hace cuatro años que no he vuelto a ver a Márgaret y aún la tengo en mi mente. Recuerdo cuando nos despedimos por última vez en el tren. El día era frío, había neblina y la atmósfera estaba cargada de malos augurios. Lo sabía la iba a perder, la iba a perder para siempre.
En efecto tres meses después recibí un telegrama que comunicaba el fallecimiento de Márgaret Sonia Gallardo en un hospital de la capital....

Deja de escribir, pues un extraño dolor en su pecho no se lo permite. Afuera la vida seguía su curso adentro el tiempo se detuvo. Sólo el viejo continuaba escribiendo:
...La recuerdo con su linda cabellera y sus ojos de niña, pero hoy ya no la tengo. Se fue, se fue para siempre...

10 de octubre de 1988.

¡Qué extraño...!. No, talvez no lo era. ¿Porqué iba a ser raro que el día estuviera gris y con neblina en el mes de octubre?. Pero sí, algo raro presentía el viejo que de nuevo en su cama pensaba en su amada.
Decide de nuevo escribir en su diario. Las últimas palabras que apuntó sobre el papel fueron:
-¡Hoy llegará por mí, lo sé...!. ¡Ven pronto!.

11 de octubre de 1988.

Nadie escribe ya sobre las amarillentas hojas del viejo diario.
Muere, el anciano muere y nadie lo puede remediar. ¿Qué hacer?.
Elizabeth busca presurosa a un doctor pero no contesta su teléfono.
Ante su desesperación grita:
¡Muere!
Ya está en la calle y corre.
¡Muere!.
Toca una puerta. ¡El doctor no se encuentra, regrese más tarde!.
En vano muere, es como un ladrón que le arrebata la vida, pero él no lucha. Al contrario desea morir. Alguien pronuncia su nombre, lo llama, alguien que le dice ¡ven! y él así lo quiere...
¡Muere!
¿Será posible que el hombre llegue a amar tanto que hasta desee morir para volver con un ser amado?.
Sorprendente es saber que casos como éste son más comunes de lo que se podría pensar.
¡Y quién lo está llamando en sus últimos momentos?.
La Señora Muerte con su azadón en la mano y su cadavérico rostro?.
¿O el remordimiento de una culpa pasada que debía pagar?.
Será el mismo Dios llamándolo a su reino?.
¿Sera Márgaret, que aún después de muerte lo sigue amando?

Sólo el viento moviendo las cortinas y la sonrisa serena del viejo que yacía sobre la cama lo afirma. ¡Sí era ella!, de seguro era ella.


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