RELOJES SILENTES
A las tres y cuarenta y cinco todos los relojes de la casa se detuvieron en el preciso instante en que
el frío comenzaba a adueñarse de las paredes, mientras que un sol estival
difuminaba sus contornos detrás de las cortinas.
La oscuridad ocultaba su traje por entre los espejos, los floreros y la mesa de noche. De las lámparas comenzaron a desprenderse pedazos de tristeza. Del suelo manaban olores de nostalgia y un rocío de recuerdos que comenzaban a impregnar los sillones, las alfombras y adornos.
A esa hora, aquel que toda su vida había compartido con ella, decidió atravesar los dinteles de la puerta, conducirse por el largo pasillo que daba a la salida y abandonarlo todo. A las nueve y cuarenta y cinco el hilo de la vida se les había roto, anillos cayeron al suelo y años compartidos se reflejaron en un espejo que nunca más les devolvería su imagen.
Sola, entre la nada, a aquella mujer se le detuvo el tiempo. Cerró los ojos y quiso soñar, pero el sueño no llegó esa noche. La luz de la luna que comenzaba a teñir de gris la casa le recordaba más su pena.
Como en un pozo, toda la habitación se le hundía, arrastrando consigo años de dolor, maltrato y desolación. El viejo reloj de péndulo que colgaba de la pared había dejado de funcionar, y un silencio absoluto, casi de muerte comenzó a morar en cada rincón de la casa. De su pecho salían a borbollones sangre, desdicha y dolor. Cayó de rodillas y lloró, lloró hasta que olas de furia y angustia inundaron la estancia. Desfallecida se dejó llevar por aquella marea hasta encallar en medio del salón.
Ya no era humana, era parte de aquella masa informe de objetos acumulados durante años, objetos inservibles que le daban seguridad o al menos la idea absurda de que pertenecía al mundo palpable. Una mueca de que en apariencia todo andaba bien.
Murió a su realidad y se hundió en el mundo de las almas vivas en pena. Durmió hasta el amanecer.
A las luces del alba un tímido rayo de sol hirió sus párpados. Abrió sus cristalizados ojos y escuchó de nuevo los relojes que la noche anterior se habían detenido, ya no eran las nueve y cuarenta y cinco. Las agujas marcaban una nueva hora, más tardía, más afable.
El silencio se había roto. En su interior una nueva fuerza la llamaba a incorporarse, a escuchar con detenimiento el mismo sonido que durante años había marcado su existencia, acompasado sus pasos, dado continuidad a su rutina de alargar un día más su vida. Era hora de abrir las cortinas, dejar entrar la luz estival y difuminar su historia.
Aquellos relojes que a ritmo de engranajes, pesas y péndulos estructuraban su tiempo se habían convertido en su frontera, aquella que marcarían la diferencia entre un pasado lleno de dolor y un futuro que aún no llega.
La oscuridad ocultaba su traje por entre los espejos, los floreros y la mesa de noche. De las lámparas comenzaron a desprenderse pedazos de tristeza. Del suelo manaban olores de nostalgia y un rocío de recuerdos que comenzaban a impregnar los sillones, las alfombras y adornos.
A esa hora, aquel que toda su vida había compartido con ella, decidió atravesar los dinteles de la puerta, conducirse por el largo pasillo que daba a la salida y abandonarlo todo. A las nueve y cuarenta y cinco el hilo de la vida se les había roto, anillos cayeron al suelo y años compartidos se reflejaron en un espejo que nunca más les devolvería su imagen.
Sola, entre la nada, a aquella mujer se le detuvo el tiempo. Cerró los ojos y quiso soñar, pero el sueño no llegó esa noche. La luz de la luna que comenzaba a teñir de gris la casa le recordaba más su pena.
Como en un pozo, toda la habitación se le hundía, arrastrando consigo años de dolor, maltrato y desolación. El viejo reloj de péndulo que colgaba de la pared había dejado de funcionar, y un silencio absoluto, casi de muerte comenzó a morar en cada rincón de la casa. De su pecho salían a borbollones sangre, desdicha y dolor. Cayó de rodillas y lloró, lloró hasta que olas de furia y angustia inundaron la estancia. Desfallecida se dejó llevar por aquella marea hasta encallar en medio del salón.
Ya no era humana, era parte de aquella masa informe de objetos acumulados durante años, objetos inservibles que le daban seguridad o al menos la idea absurda de que pertenecía al mundo palpable. Una mueca de que en apariencia todo andaba bien.
Murió a su realidad y se hundió en el mundo de las almas vivas en pena. Durmió hasta el amanecer.
A las luces del alba un tímido rayo de sol hirió sus párpados. Abrió sus cristalizados ojos y escuchó de nuevo los relojes que la noche anterior se habían detenido, ya no eran las nueve y cuarenta y cinco. Las agujas marcaban una nueva hora, más tardía, más afable.
El silencio se había roto. En su interior una nueva fuerza la llamaba a incorporarse, a escuchar con detenimiento el mismo sonido que durante años había marcado su existencia, acompasado sus pasos, dado continuidad a su rutina de alargar un día más su vida. Era hora de abrir las cortinas, dejar entrar la luz estival y difuminar su historia.
Aquellos relojes que a ritmo de engranajes, pesas y péndulos estructuraban su tiempo se habían convertido en su frontera, aquella que marcarían la diferencia entre un pasado lleno de dolor y un futuro que aún no llega.
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