domingo, 1 de abril de 2012


AROMAS PARA EL MAESTRO

José había soñado toda la noche, con aquellos hechos que le atormentaban. Escasas horas atrás con ayuda de Nicodemo su amigo y María la madre del crucificado que era pariente suyo, habían envuelto en fino lino empapado con aromatizante mirra y aloe al Rabí.

Desde el principio no estuvo de acuerdo con la decisión despiadada del Sanedrín, pero su voz no tuvo peso en el Consejo. Ya los hechos se habían consumado y sólo quedaba la desgarradora verdad, no volvería a verle.   Él, que durante todo el tiempo que predicó lo persiguió entre montes y valles, fue testigo de milagros y portentos, cientos de panes y peces salir de canastas y pupilas abiertas al sol de indigentes alegres recobrando la vista. Desapercibido en las playas del Tiberíades se confundía entre la gente para escuchar las reconfortantes palabras que salían del corazón de aquel humilde hombre.
Ahora sentía el deber de dar apropiada sepultura a su cuerpo, inerte y marcado con cientos de llagas de flagelos, de espinas clavadas en la sien, recordándole que el mal de la humanidad se anida en los pensamientos oscuros de la mente.

Esa noche soñó con el sepulcro que acababa de comprar; lo había hecho con la esperanza de ser enterrado ahí mismo pero ahora no le importaba cederlo al Maestro, de todas maneras según él, alguien más digno que su persona ocuparía su lugar, asteado de la abundancia que sólo los años proporciona a quien intentaba cumplir con las leyes romanas y los mandatos divinos.

Era un hombre rico, pero algo en su interior lo atormentaba, quería ver con la mismos ojos del sencillo, la lluvia que sobre el madero horadaba la reseca tierra de Jerusalén, los lirios del campo blanquear las praderas cargadas de viento y gorriones del campo alimentarse de lo que la mano divina les proporcionaba en el día.

Su corazón se había endurecido con el tiempo y a pesar de las alentadoras palabras que había escuchado de Jesús sobre los collados, no lograba entender la profundidad de sus mensajes, pero era sumiso y obediente y creía en Él.

Había comprado fino nardo del desierto y refrescante aloe que junto con la mirra y el tomillo perfumaría el yaciente cuerpo del maestro. Esa sería su dádiva según su abundante condición económica, pero faltaba según él, la ofrenda sencilla de los que a lo largo de la corta vida pública de aquel humilde pero sabio carpintero, le acompañaron.

Mandó a uno de sus criados llamar a las mujeres de toda Jerusalén a escudriñar peñascos, bajar a los abrevaderos y recoger en los juncales, florecillas y hierbas aromatizantes para convertir el sepulcro en verdadero altar digno del Hijo de Dios. La obra sería completada y al menos sentiría que su aporte calmaría los demonios de sus culpas pasadas. Fue entonces que las oscuras paredes de la caverna que protegían el cuerpo del Rabí adquirieron el color de los cielos, la amarilla y tornasolada claridad de la tarde y el verde de los musgos del páramo. Un olor a vida que brotaba desde el interior de aquella tumba presagiaba el milagro que sucedería en los próximos días.

Un sentimiento de orgullo y a la vez de tristeza embargó a aquel hombre bueno y justo, como lo llamó el evangelista, cuando rodó la piedra sobre el sepulcro, en espera de los que en boca de todos y en su corazón aún albergaba, sabría que sucedería el milagro esperado, pero mientras tanto aquellas flores y aquellos embriagadores aromas honrarían la culminada obra del Maestro.

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