LUCES EN LOS CIPRESALES
Sobre las alturas de aquel
húmedo bosque una neblina comenzaba a disiparse y a mostrar las estructuras
conocidas del ciprés, con sus tupidas y minúsculas hojas siempre verdes y sus
pequeñas piñuelas redondas, que al secarse sueltan al viento las simientes que
pronto caerán al suelo; perpetuando la vida de aquellos hermosos árboles, cuyo
olor tan particularmente propio de las navidades, inunda las narices de cuantos
pasaban por el lugar.
Se dice que desde 1950, en aquellos parajes remotos de las montañas de Heredia, cada inicio de diciembre una miriada de luces surcaban los cielos y se posaban sobre las ramas de esos retorcidos árboles cuyos troncos sinuosos se modelaron a lo largo de los años por el vaiven del viento.
Algunos afirman que eran miles de luciérnagas que migraban desde las partes bajas del país y se colocaban sobre las copas creando un verdadero espectáculo de luces, cientos de árboles de navidad iluminados por la mano divina de Dios. Otros han querido dar explicaciones sobrenaturales que redundaban en pequeñas naves espaciales y hasta estrellas que caían del cielo.
Lo cierto es que Francisco un viejo ermitaño del lugar quiso hacer negocio del fenómeno instalando una pequeña posada para recibir a cuanto peregrino deseara ver de cerca el evento. El hostal iba muy bien, pues llegaban familias enteras a pernoctar en las noches frías solo para observar las extrañas luces posarse sobre los cipresales.
Resulta ser que para diciembre de 2007 y 2008, las luciérnagas que llegaron al lugar fueron disminuyendo en cantidad y luminiscencia, así que su negocio comenzó a declinar, al punto que prácticamente tuvo que cerrar sus puertas.
Decidido a emprender una nueva forma de vida, empacó sus pocas pertenencias y enrumbó su camino hacia la ciudad. Esa noche, con el frío a sus espaldas y sus esperanzas rotas, comenzó a descender las altas montañas. Llevaba en su mente la preocupación de qué iba a ser de su vida.
Al bordear un pequeño riachuelo y adentrarse en un campo de fresas silvestres observó a lo lejos una luz en la ventana de una vieja cabaña. Al acercarse notó que se trataba precisamente de un árbol de ciprés iluminado por una extensión de luces todas blanquecinas que se prendían y apagaban al mismo tiempo. Ignorando lo visto detrás de esa ventana, el viajero continuó su camino, hasta que en una alameda de esos centenarios bosques se detuvo de repente, movido por una idea que le asaltó de repente en su cabeza. Rápidamente corrió, sino es que saltó lo más que pudo entre matorrales y caminos empedrados. Quería llegar lo más pronto hacia la ciudad.
Al encontrarse muy cerca de la base de la montaña, una sensación de euforia le inundó, que mezclado con la fría brisa de esa noche le hizo dibujar una sonrisa en su rostro. Algo celestial se había adueñado de él. Ahora le devolvería a su gente la esperanza que habían perdido. Finalmente al llegar al principal almacén de la ciudad comenzó a buscar entre los artículos de ferretería cientos de extensiones de luces navideñas, todas de colores blanquecinas. Las compró y se cercioró de agregar más clables eléctricos y suficientes enchufes y tomacorrientes. Con dicha carga y el poco dinero que le quedaba arrendó un auto y se dispuso a emprender su viaje de regreso a sus adoradas montañas.
Inmediatamente que llegó comenzó a crear una larga tira de bombillitos luminiscentes que fué colocando a lo largo de cientos de metros sobre las copas de los árboles de ciprés. El viento arreciaba a esas horas de la noche, pero Francisco no dejaba de trabajar en su empeño de devolver la luz a esas soledades. Tardó cuatro día y cuatro noches en esa dificultosa tarea.
En el último de esos días, cuando los primeros rayos de sol se interpusieron a la oscuridad, todo aquel bello bosque en las cumbres de aquellas montañas se encontraron cubiertos de bombillitos que con la presencia de díal brillaban a contraluz.
Para cerciorarse de que funcionaban, en las noches iba haciendo ensayos por secciones hasta que finalmente lo logró. Después pensó que para simular las luciérnagas revoloteando por los aires, quemaría leña, y con el viento las chispas se disgregarían por doquier, proporcionando un ambiente de regocijo y paz. Ya la gente no llegaría a observar el fenómeno natural de la llegada de las luciérnagas, pero al menos vería otro espectáculo maravilloso, no sólo un árbol de navidad iluminado, sino cientos de ellos rodeando las colinas y bajando hasta el mismo valle. A partir de ese momento, el hotel se volvió a llenar y durante todas las noches de aquella y otras navidades siguientes, cientos de curiosos se agruparon sobre la fría hierba a contemplar los bosques de ciprés iluminados. No se si será cierta esta historia, lo que sé es que Francisco con su ingenio devolvió la alegría a esas montañas...y de paso hizo negocio.
Se dice que desde 1950, en aquellos parajes remotos de las montañas de Heredia, cada inicio de diciembre una miriada de luces surcaban los cielos y se posaban sobre las ramas de esos retorcidos árboles cuyos troncos sinuosos se modelaron a lo largo de los años por el vaiven del viento.
Algunos afirman que eran miles de luciérnagas que migraban desde las partes bajas del país y se colocaban sobre las copas creando un verdadero espectáculo de luces, cientos de árboles de navidad iluminados por la mano divina de Dios. Otros han querido dar explicaciones sobrenaturales que redundaban en pequeñas naves espaciales y hasta estrellas que caían del cielo.
Lo cierto es que Francisco un viejo ermitaño del lugar quiso hacer negocio del fenómeno instalando una pequeña posada para recibir a cuanto peregrino deseara ver de cerca el evento. El hostal iba muy bien, pues llegaban familias enteras a pernoctar en las noches frías solo para observar las extrañas luces posarse sobre los cipresales.
Resulta ser que para diciembre de 2007 y 2008, las luciérnagas que llegaron al lugar fueron disminuyendo en cantidad y luminiscencia, así que su negocio comenzó a declinar, al punto que prácticamente tuvo que cerrar sus puertas.
Decidido a emprender una nueva forma de vida, empacó sus pocas pertenencias y enrumbó su camino hacia la ciudad. Esa noche, con el frío a sus espaldas y sus esperanzas rotas, comenzó a descender las altas montañas. Llevaba en su mente la preocupación de qué iba a ser de su vida.
Al bordear un pequeño riachuelo y adentrarse en un campo de fresas silvestres observó a lo lejos una luz en la ventana de una vieja cabaña. Al acercarse notó que se trataba precisamente de un árbol de ciprés iluminado por una extensión de luces todas blanquecinas que se prendían y apagaban al mismo tiempo. Ignorando lo visto detrás de esa ventana, el viajero continuó su camino, hasta que en una alameda de esos centenarios bosques se detuvo de repente, movido por una idea que le asaltó de repente en su cabeza. Rápidamente corrió, sino es que saltó lo más que pudo entre matorrales y caminos empedrados. Quería llegar lo más pronto hacia la ciudad.
Al encontrarse muy cerca de la base de la montaña, una sensación de euforia le inundó, que mezclado con la fría brisa de esa noche le hizo dibujar una sonrisa en su rostro. Algo celestial se había adueñado de él. Ahora le devolvería a su gente la esperanza que habían perdido. Finalmente al llegar al principal almacén de la ciudad comenzó a buscar entre los artículos de ferretería cientos de extensiones de luces navideñas, todas de colores blanquecinas. Las compró y se cercioró de agregar más clables eléctricos y suficientes enchufes y tomacorrientes. Con dicha carga y el poco dinero que le quedaba arrendó un auto y se dispuso a emprender su viaje de regreso a sus adoradas montañas.
Inmediatamente que llegó comenzó a crear una larga tira de bombillitos luminiscentes que fué colocando a lo largo de cientos de metros sobre las copas de los árboles de ciprés. El viento arreciaba a esas horas de la noche, pero Francisco no dejaba de trabajar en su empeño de devolver la luz a esas soledades. Tardó cuatro día y cuatro noches en esa dificultosa tarea.
En el último de esos días, cuando los primeros rayos de sol se interpusieron a la oscuridad, todo aquel bello bosque en las cumbres de aquellas montañas se encontraron cubiertos de bombillitos que con la presencia de díal brillaban a contraluz.
Para cerciorarse de que funcionaban, en las noches iba haciendo ensayos por secciones hasta que finalmente lo logró. Después pensó que para simular las luciérnagas revoloteando por los aires, quemaría leña, y con el viento las chispas se disgregarían por doquier, proporcionando un ambiente de regocijo y paz. Ya la gente no llegaría a observar el fenómeno natural de la llegada de las luciérnagas, pero al menos vería otro espectáculo maravilloso, no sólo un árbol de navidad iluminado, sino cientos de ellos rodeando las colinas y bajando hasta el mismo valle. A partir de ese momento, el hotel se volvió a llenar y durante todas las noches de aquella y otras navidades siguientes, cientos de curiosos se agruparon sobre la fría hierba a contemplar los bosques de ciprés iluminados. No se si será cierta esta historia, lo que sé es que Francisco con su ingenio devolvió la alegría a esas montañas...y de paso hizo negocio.
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