FLOR DE NOCHE BUENA
Las gotas de rocío se
condensaron sobre las hojas de los arrayanes cercanos, esperando a que la luna
apareciera sobre las peñas que obstaculizaban el difícil ascenso.
El cierzo comenzó a colarse por entre las mantas que apenas tapaban su debilitado cuerpo. Padecía de lupus pero eso no le sería impedimento para escalar aquellos remotos parajes en busca de la Flor de Noche Buena, aquella que entre breñales crecía rebosante y en abundancia, conocida también como la Flor de Navidad.
Sus pies descalzos sentían la humedad atrapada de los musgos, así como las incómodas espinas de los zarzales cercanos, pero eso no resultaba más tedioso que la debilidad padecida de su enfermedad, la que por muchos años le había impedido realizar una vida normal.
La luna estaba ahora más alta, pegada al cortinaje azul de la noche y el viento golpeaba cada vez más fuerte, como un puño certero sobre su rostro. Se detuvo por un instante a inhalar el aire frío, para sentir luego que aún estaba viva, mientras su corazón buscaba la forma de expandir sus paredes lo más que pudiera para dejar pasar la sangre caliente que se dispersaría una vez más a lo largo de su cansado cuerpo.
Las pupilas de aquel perfilado rostro se dilataron al pasar por un bosquecillo de encinos para así lograr atrapar la escasa luz de la luna que se diluía por entre las ramas y que se perdían en la oquedad de la noche.
Al virar en el último recoveco de aquella colina observó a su izquierda las diminutas luces de una ciudad que se le antojaba cada vez más inhumana, aquella que había dejado ya horas atrás. Le parecían ahora esos puntos brillantes, pequeñas luciérnagas pintadas sobre un lienzo negro de un impresionista pintor.
Sólo faltaban unos cuantos metros para alcanzar la cumbre de ese inhóspito lugar y así observar el milagro que se avecinaba ante sus maravillados ojos.
Sus pies maltratados ya por tan escabrosa caminata la llevaron por último a colocarse frente a la pradera saturada de la más hermosa e intensa armonía de rojos de diversas tonalidades que la luz de una luna llena pudiera mostrar.
No era necesario que fuera de día para que los rayos de sol iluminaran tal espectáculo. La nocturnidad se encargaba todos los años de brindar tan hermoso regalo. Y es que a medianoche de todo los días de diciembre de todos los años, un milagro bajaba del cielo y cubría aquel pequeño valle enclavado entre colinas. Las diáfanas gotas de rocío combinadas con el intenso escarlata de las Flores de Noche Buena a contraluz de la luna, hacían valer la pena tan infranqueable ascenso. El sólo ver aquel paisaje rompía con todo esquema humano, con la cotidianidad que significa vivir rodeada del llamado "Progreso".
Ahí estaba ella, sola con aquel milagro ante sus ojos, respirando el frío aire de la montaña, con su enfermedad a cuestas, sus ropas húmedas y la dicha de una paz interior nunca experimentada, colgando de una lágrima.
El cierzo comenzó a colarse por entre las mantas que apenas tapaban su debilitado cuerpo. Padecía de lupus pero eso no le sería impedimento para escalar aquellos remotos parajes en busca de la Flor de Noche Buena, aquella que entre breñales crecía rebosante y en abundancia, conocida también como la Flor de Navidad.
Sus pies descalzos sentían la humedad atrapada de los musgos, así como las incómodas espinas de los zarzales cercanos, pero eso no resultaba más tedioso que la debilidad padecida de su enfermedad, la que por muchos años le había impedido realizar una vida normal.
La luna estaba ahora más alta, pegada al cortinaje azul de la noche y el viento golpeaba cada vez más fuerte, como un puño certero sobre su rostro. Se detuvo por un instante a inhalar el aire frío, para sentir luego que aún estaba viva, mientras su corazón buscaba la forma de expandir sus paredes lo más que pudiera para dejar pasar la sangre caliente que se dispersaría una vez más a lo largo de su cansado cuerpo.
Las pupilas de aquel perfilado rostro se dilataron al pasar por un bosquecillo de encinos para así lograr atrapar la escasa luz de la luna que se diluía por entre las ramas y que se perdían en la oquedad de la noche.
Al virar en el último recoveco de aquella colina observó a su izquierda las diminutas luces de una ciudad que se le antojaba cada vez más inhumana, aquella que había dejado ya horas atrás. Le parecían ahora esos puntos brillantes, pequeñas luciérnagas pintadas sobre un lienzo negro de un impresionista pintor.
Sólo faltaban unos cuantos metros para alcanzar la cumbre de ese inhóspito lugar y así observar el milagro que se avecinaba ante sus maravillados ojos.
Sus pies maltratados ya por tan escabrosa caminata la llevaron por último a colocarse frente a la pradera saturada de la más hermosa e intensa armonía de rojos de diversas tonalidades que la luz de una luna llena pudiera mostrar.
No era necesario que fuera de día para que los rayos de sol iluminaran tal espectáculo. La nocturnidad se encargaba todos los años de brindar tan hermoso regalo. Y es que a medianoche de todo los días de diciembre de todos los años, un milagro bajaba del cielo y cubría aquel pequeño valle enclavado entre colinas. Las diáfanas gotas de rocío combinadas con el intenso escarlata de las Flores de Noche Buena a contraluz de la luna, hacían valer la pena tan infranqueable ascenso. El sólo ver aquel paisaje rompía con todo esquema humano, con la cotidianidad que significa vivir rodeada del llamado "Progreso".
Ahí estaba ella, sola con aquel milagro ante sus ojos, respirando el frío aire de la montaña, con su enfermedad a cuestas, sus ropas húmedas y la dicha de una paz interior nunca experimentada, colgando de una lágrima.
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