RETRATO DE UN PERDÓN
El Fraile apresuró su andar sobre el frío mosaico de la iglesia, se arrodilló
frente al altar, demoró no más que unos segundos en cerrar sus ojos, levantó
tímidamente su mirada al Altísimo y se le oyó decir:
"Por qué te muestras ante mí sin la lógica humana que representas, oculto en tu altar de mármol, en tu pedestal dorado.
Te minimizas para engrandecerme, yo que no tengo más que ofrecer mis bajezas, corrompido hasta darme a la tarea de ser miserable, de contener una lágrima y tragarme mis miedos. No soy capaz de levantar mi mirada ante tu Majestuosidad. Al contrario se me arrincona el alma en las esquinas de mi inconciencia por desear olvidarlo todo. Es cuando preciso de tu mano fuerte para sostener mis huesos e intentar morir al hombre viejo. ¡No puedo más!
Me urge tu presencia, callar mis demonios, ahogar los reproches de mi mente, volverme un niño para dormir en tus brazos. Fundirme en Ti".
Cuando terminó su desgarradora súplica, el brillo del Santísimo se le había pegado a sus pupilas y le había provocado apartar su mirada, pero en su interior él no lo quería. Quería verle, adorarle, amarle. Deseaba volver a su celda y flagelarse, borrar su pecado, convertirse en un santo, pero la dorada luminiscencia que provenía del altar lo abstrajo, lo hizo volver en sí. Debía seguir siendo humano para que Dios le elevara, debía atravesar el desierto para humedecer sus labios en el remanso de su Eterna dicha. Luego era sólo él. Los feligreses que minutos antes le acompañaban algunas bancas atrás habían abandonado el templo. Sobre la cabeza del hermano menor el espíritu revoloteaba y se posaba en forma de rocío en la frente del doliente. Las velas se apagaron. Sólo unas cuantas quedaron encendidas en los altares del ala derecha.
La derrota se impregnó hasta en las ropas del humilde frailecillo. En seguida apareció el Abad; un hombre de avanzada edad , cuyas vestimentas demostraban que la vanidad le había abandonado años atrás. Ahora era un humilde servidor que no intentaba ser más que nadie. Se acercó al joven fraile y haciendo la señal de la cruz le interrogó mediante el sacramento del perdón. Al final no se escuchó otra cosa mas que..." in nomine Patri, et filiu, et Spiritui Sancti amén "
En el rostro de aquel hombre sólo se dibujaba la paz, una que sólo da la absolución, la alegría de haber sido perdonado. Se deshojó entonces de amarguras eternas , se arrancó de cuajo su condena, se alivianó de pesadas cargas y se arrecostó sobre el sublime arrullo del silencio.
Buscó entonces abandonar el sagrario atravesando el pasillo central y con una sonrisa de niño en sus labios regresó a su celda a orar, a dar gracias por el divino regalo recibido. Sentado frente a los muros de piedra y escuchando los grillos cantar detrás de su sobria ventana, recordó las antiguas palabras del Profeta: ¡Tu fé te ha salvado...!
Esa tarde, en las paredes del templo quedó impregnado el sublime retrato de un perdón.
1354, Año de nuestro Señor Jesucristo.
"Por qué te muestras ante mí sin la lógica humana que representas, oculto en tu altar de mármol, en tu pedestal dorado.
Te minimizas para engrandecerme, yo que no tengo más que ofrecer mis bajezas, corrompido hasta darme a la tarea de ser miserable, de contener una lágrima y tragarme mis miedos. No soy capaz de levantar mi mirada ante tu Majestuosidad. Al contrario se me arrincona el alma en las esquinas de mi inconciencia por desear olvidarlo todo. Es cuando preciso de tu mano fuerte para sostener mis huesos e intentar morir al hombre viejo. ¡No puedo más!
Me urge tu presencia, callar mis demonios, ahogar los reproches de mi mente, volverme un niño para dormir en tus brazos. Fundirme en Ti".
Cuando terminó su desgarradora súplica, el brillo del Santísimo se le había pegado a sus pupilas y le había provocado apartar su mirada, pero en su interior él no lo quería. Quería verle, adorarle, amarle. Deseaba volver a su celda y flagelarse, borrar su pecado, convertirse en un santo, pero la dorada luminiscencia que provenía del altar lo abstrajo, lo hizo volver en sí. Debía seguir siendo humano para que Dios le elevara, debía atravesar el desierto para humedecer sus labios en el remanso de su Eterna dicha. Luego era sólo él. Los feligreses que minutos antes le acompañaban algunas bancas atrás habían abandonado el templo. Sobre la cabeza del hermano menor el espíritu revoloteaba y se posaba en forma de rocío en la frente del doliente. Las velas se apagaron. Sólo unas cuantas quedaron encendidas en los altares del ala derecha.
La derrota se impregnó hasta en las ropas del humilde frailecillo. En seguida apareció el Abad; un hombre de avanzada edad , cuyas vestimentas demostraban que la vanidad le había abandonado años atrás. Ahora era un humilde servidor que no intentaba ser más que nadie. Se acercó al joven fraile y haciendo la señal de la cruz le interrogó mediante el sacramento del perdón. Al final no se escuchó otra cosa mas que..." in nomine Patri, et filiu, et Spiritui Sancti amén "
En el rostro de aquel hombre sólo se dibujaba la paz, una que sólo da la absolución, la alegría de haber sido perdonado. Se deshojó entonces de amarguras eternas , se arrancó de cuajo su condena, se alivianó de pesadas cargas y se arrecostó sobre el sublime arrullo del silencio.
Buscó entonces abandonar el sagrario atravesando el pasillo central y con una sonrisa de niño en sus labios regresó a su celda a orar, a dar gracias por el divino regalo recibido. Sentado frente a los muros de piedra y escuchando los grillos cantar detrás de su sobria ventana, recordó las antiguas palabras del Profeta: ¡Tu fé te ha salvado...!
Esa tarde, en las paredes del templo quedó impregnado el sublime retrato de un perdón.
1354, Año de nuestro Señor Jesucristo.
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