ENCLAUSTRO
A cientos de kilómetros,
atravesando el Atlántico, una religiosa de enclaustro oraba en silencio en su
celda.
Afuera la luna cubría con su mortecino manto platino las copas de los árboles, adentro su alma se turbaba por la noticia de una devastada isla producto de un fatal terremoto.
Aunque no tenía acceso a medios televisivos o prensa escrita, a su mente llegaban imágenes de mujeres llorando por la muerte de sus hijos, edificios totalmente derruidos, multitudes hambrientas y miles de muertos en las calles y fosas comunes.
Por sus mejillas rodaban lágrimas, mientras su corazón latía de dolor por tan terrible tragedia.
En sus dedos rodaban las cuentas de un rosario, dedicando cada una de ellas a una causa específica, por el hambre, los gobernantes, los cruzrojistas, las madres desamparadas, los niños perdidos, la ausencia de agua y las almas de los difuntos.
A veces caía en la tentación de creer que sólo rezar no era suficiente para cambiar el curso de la historia, que debía actuar, salir de ahí y entregarse a la tarea de brindar sus brazos y esfuerzo para llevar al menos un poco de consuelo a ese pueblo sufrido, pero rápidamente se sacudió de tales pensamientos para recordar que era ella una religiosa, que había llegado a ese monasterio cuando aún era joven, en una misión que consistiría en consagrarse el resto de su vida a la oración por las temporalidades de este mundo y la salvación de las almas.
Esa noche pasó, por orden de su superiora en vigilia. Después de entregarse al rezo del Santo Rosario, dedicó horas a la meditación de la Palabra y orar por la causa a la que le fue encomendada, el desastre en la isla.
En posición de cruz, su cuerpo yacía con el rostro contra el helado suelo, mientras su corazón latía aceleradamente. De su frente, gotas de sudor demostraban la intensidad del sufrimiento vivido por aquella mística mujer. Verdaderamente cargaba con todo el dolor de aquella martirizada gente, quienes de la noche a la mañana lo perdieron todo.
La mañana la sorprendió sumida en un letargo entre sueños y vigilia. Al toque de maitines y con el sol perfilándose por entre las montañas, aquella cansada religiosa se disponía a recibir el nuevo día, mientras su corazón aún perturbado le indicaba que aún su labor no terminaba, que hasta su muerte cargaría en sus oraciones con las desgracias de este mundo, aunque una tímida sonrisa en sus labios mostraba el gozo del deber cumplido la anterior noche.
Afuera la luna cubría con su mortecino manto platino las copas de los árboles, adentro su alma se turbaba por la noticia de una devastada isla producto de un fatal terremoto.
Aunque no tenía acceso a medios televisivos o prensa escrita, a su mente llegaban imágenes de mujeres llorando por la muerte de sus hijos, edificios totalmente derruidos, multitudes hambrientas y miles de muertos en las calles y fosas comunes.
Por sus mejillas rodaban lágrimas, mientras su corazón latía de dolor por tan terrible tragedia.
En sus dedos rodaban las cuentas de un rosario, dedicando cada una de ellas a una causa específica, por el hambre, los gobernantes, los cruzrojistas, las madres desamparadas, los niños perdidos, la ausencia de agua y las almas de los difuntos.
A veces caía en la tentación de creer que sólo rezar no era suficiente para cambiar el curso de la historia, que debía actuar, salir de ahí y entregarse a la tarea de brindar sus brazos y esfuerzo para llevar al menos un poco de consuelo a ese pueblo sufrido, pero rápidamente se sacudió de tales pensamientos para recordar que era ella una religiosa, que había llegado a ese monasterio cuando aún era joven, en una misión que consistiría en consagrarse el resto de su vida a la oración por las temporalidades de este mundo y la salvación de las almas.
Esa noche pasó, por orden de su superiora en vigilia. Después de entregarse al rezo del Santo Rosario, dedicó horas a la meditación de la Palabra y orar por la causa a la que le fue encomendada, el desastre en la isla.
En posición de cruz, su cuerpo yacía con el rostro contra el helado suelo, mientras su corazón latía aceleradamente. De su frente, gotas de sudor demostraban la intensidad del sufrimiento vivido por aquella mística mujer. Verdaderamente cargaba con todo el dolor de aquella martirizada gente, quienes de la noche a la mañana lo perdieron todo.
La mañana la sorprendió sumida en un letargo entre sueños y vigilia. Al toque de maitines y con el sol perfilándose por entre las montañas, aquella cansada religiosa se disponía a recibir el nuevo día, mientras su corazón aún perturbado le indicaba que aún su labor no terminaba, que hasta su muerte cargaría en sus oraciones con las desgracias de este mundo, aunque una tímida sonrisa en sus labios mostraba el gozo del deber cumplido la anterior noche.
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