miércoles, 4 de abril de 2012


EL REGALO

Cada vez que ese niño recogía manojos de hojas, pequeñas flores, ramas y piedras del campo y las colocaba en un viejo saco, su rostro se iluminaba con una sonrisa que se prendía de los troncos de los árboles cercanos, dejando alegrías por doquier.

Pasó toda la tarde en esa minuciosa labor, llenando la inmensa bolsa de tela con cientos de restos que la naturaleza le entregaba, hasta que al filo de las seis logró su objetivo.

Con mucho esfuerzo decidió emprender el largo camino a casa, cargando el fruto de su trabajo.

Al llegar al límite del principal puente que comunicaba el escampado con su pueblo, un anciano que resguardaba la estructura, salió a su encuentro y lo interrogó:

- Pablito ¿qué llevas ahí?
- La Creación misma, señor, se la pedí prestada a Dios por un día...
-¿Y para qué la quieres?, interrumpió el anciano.
-Para preparar una sonrisa...

Y apresurando el paso cruzó el puente y se internó por las callejuelas de la aldea. Al doblar la esquina, el panadero de la primera alameda miró a Pablito y también se dirigió a él:

- Ven cómete este pastelillo y cuéntame qué llevas en ese enorme saco.
- Gracias Don Abel, me comeré la mitad y la otra se la llevaré a mi madre; aquí llevo los ingredientes que Dios me prestó para hacerle a ella una gran fiesta...
-¡Qué bueno, llévate mejor este otro pastel para el agasajo que piensas preparar!
-¡Gracias Don Abel, por tan amable detalle!

Y dicho esto comenzó el tedioso ascenso por la bocacalle que conducía a la colina donde finalmente se encontraría con su humilde casa.

Antes de llegar a la orilla del jardín que separaba la calzada del umbral de la puerta de su hogar, se encontró por último con Doña Clara, la vecina de al lado, quien igualmente extrañada por tan voluminosa carga, no se contuvo en preguntar la causa de tan extraño contenido:
-¡Hola Pablito, ¿qué haces con esa enorme bolsa sobre tus hombros?.
-¡Ah! me la regaló Dios para provocar alegrías, de esas que sólo él sabe dar...
Y sin más, se internó en el jardín, para después empujar la portezuela y no vérsele más.

Adentro todo permanecía muy oscuro, ya comenzaba a anochecer. Sobre el lecho, una madre yacía bastante enferma, pero al ver la carita inocente de su hijo, la estancia misma se iluminó.

A su corta edad, sabía que su madre, una mujer trabajadora del campo añoraba oler las flores silvestres, palpar las hojas de los árboles y recordar las piedrecillas de los largos caminos que plagaban esas inmencidades. Según aquel niño, si acercaba la naturaleza a esa habitación, su progenitora sanaría.

No se sabe si ese regalo divino, entregado por las manos inocentes de aquel infante contribuyeron a la sanación de esa pobre mujer, lo que si se supo es que al menos logró arrancar alegrías del tribulado corazón de esa enferma.

El último regalo que salió de aquella inmensa bolsa llena de vida, fue una pequeña luciérnaga que se había introducido casualmente prendida de una de las hojas recolectadas.

Esa noche, a parte de la sonrisa iluminada de esa madre, una lucecilla tímida, cual si fuere una esperanza , flotó por el aire de aquella oscura habitación.

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