viernes, 27 de abril de 2012


MUÑECA DE TRAPO

"¡Estúpida niña, te measte en los calzones!".

Fueron las palabras que rondaban la cabeza de aquella pobre mujer que en penumbra en un rincón de la cocina lloraba apretando una vieja muñeca de trapo, el único juguete que atesoraba de su infancia y que heredó a su hija en los cortos años que tenía . Ésta se encontraba durmiendo plácidamente en su camita hecha de madera de cenízaro laqueada y con grabados de flores y estrellas. El frío apenas entraba en la ventana y la mujer que permanecía en la cocina seguía llorando. Su marido, padre de la criatura que dormía cándidamente, había llegado escasos minutos borracho y a punto de puñetazos había maquillado su rostro con el color púrpura de la muerte. Tras improperios y luchando porque una navaja no atravesara su corazón, la mujer forcejeó un buen rato para que el despiadado hombre la soltara. Al final lo hizo y se alejó vociferando y chocando contra las paredes como abejón que busca la luz. Sólo un sepulcral silencio acompañado por el trémulo sollozo de la que en el rincón de la cocina permanecía, sirvió de marco para los acontecimientos que acababan de ocurrir.

"¡Eres un niña fea, con esas trenzas mal hechas..!".

Seguían las frases inundando su cerebro. Frases que desde niña le acompañaron toda su vida, producto de años de maltrato y abandono de sus padres. Maldecía el día que había jurado romper el círculo y ahora su pasado volvía a través de los puños en su cara y las ofensas revoloteando como golondrinas en sus oídos; buscando un pretexto para marcharse y no volver jamás. Ahora sola entre la penumbra de la noche, acompañada apenas con su muñeca de trapo se sentía derrotada.
No se sabe si por el frío que se había adueñado de la casa o por el miedo a la oscuridad es que su hija se levantó entre lágrimas y temblores buscando el calor de su madre, una que hasta en eso se sentía derrotada. Como el guiñapo que sostenía en su pecho. Le había fallado.
La niña anduvo por toda la casa a tientas y en su último intento la encontró en la cocina con la barbilla recostada sobre sus propias rodillas. Corrió hacia su madre y la progenitora la tomó entre sus brazos, cálidos como la paja del granero, como los rayos tibios de una mañana estival. Procedió a acurrucarla y le cantó una canción de cuna, una que su memoria trajo de los pocos recuerdos buenos de infancia. Pronto la niña se volvió a dormir.
Las dos , en medio de la soledad y una inmensa tristeza flotando en el aire, absorbieron la poca luminiscencia de la luna, que apenas menguante se apresuraba a ocultar tras el horizonte.
Al alba, con un fuerte dolor de cabeza, su rostro destrozado por la furia de unos puños que nunca apreciaron la dicha de tener una buena mujer a su lado y con las esperanzas rotas en los bolsillos, la madre se levantó con su hija en brazos, abrió la puerta y corrió, corrió hasta el cansancio. Nunca más se les volvió a ver ahí.
Años después, la niña le contó a su madre que esa noche no se despertó por el frío, ni la oscuridad, ni el miedo a un fantasma, sino por no sentir entre sus brazos la cálida presencia de su muñeca de trapo.

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