OMICRON
Sólo faltaban tres órbitas
más para que la nave encontrara la alineación necesaria para adentrarse a la
rala atmósfera de Marte. Desde la distancia en que se encontraba y por la amplia
escotilla, el capitán Anderson pudo divisar la pequeña base establecida para
resguardar al menos a los diez hombres que formaban la tripulación. Ya eran
varias las misiones que había realizado hacia el Planeta Rojo en busca de las
minas de uranio, que tanto añoraba encontrar. Lo cierto es que era reconocido en
el medio como un hombre rudo y de pocos amigos. Se dice que había perdido a su
esposa que laboraba como enfermera, durante la "Batalla de las Islas" en la
Tierra del año 2114 por lo que poco o ningún incentivo le quedaba para seguir
viviendo.
Lo cierto es que minutos antes de aterrizar sobre suelo marciano, aquel hombre de edad madura colocó todas sus esperanzas en la exploración de la región boreal del planeta.
La nave realizó un giro hacia occidente, encendiendo los escapes de frenado, hasta que lentamente se posó sobre la arenosa superficie. Un sol ardiente sobre las desiertas arenas y una tarde que caía fueron el escenario que aquellos hombre presenciaron cuando la puerta de la nave se abrió.
Inmediatamente emprendieron la búsqueda de Omicron uno de los puntos que bautizaron como referencia del sitio que más posibilidades tenía de albergar los codiciados minerales radioactivos. Mediante un vehículo capacitado para evadir el terreno tan abrupto del planeta, recorrieron varios kilómetros, hasta que llegaron finalmente a las puertas de la mina recién abierta. Se adentraron en sus entrañas y por medio de sofisticados aparatos comenzaron la labor de horadar la dura roca que les separaba de tan preciado metal.
Así pasaron varios meses sin que ninguna novedad cambiara el curso de la tediosa labor de suceder los días y las noches sin ver una minúscula partícula de luz solar filtrándose por alguno de los túneles que conducían a las minas bajo tierra. El capitán Anderson sabía que si no hallaba aquel uranio, sus hombres se le sublevarían y las esperanzas de volver a la Tierra con honor y riquezas se acabarían.
En un desesperado intento, llamó a la tripulación a redoblar esfuerzos y aumentar las horas de trabajo, al punto que poco a poco se fueron minando las fuerzas de aquellos agotados hombres. Quedaban pocos días para que una nave nodriza los recogiera y enviara de nuevo a sus hogares en la Tierra, escaseaba ya la comida y los últimos tanques de oxígeno estaban al límite de acabarse.
Encontrándose al límite de la locura, ese puñado de burdos hombres hallaron por fin la veta tan esperada. Inmediatamente comenzaron la labor de extracción del preciado metal. Al arribar la nave nodriza, pudieron llegar al acuerdo de prolongar la estadía en el planeta, los tripulantes de ésta les proporcionarían agua y alimentos, así como suficiente oxígeno para prolongar el tiempo de estadía. Poco a poco, las semanas se fueron acumulando hasta convertirse en meses de arduo trabajo. Los resultados se fueron viendo, pues cada vez fueron menos los trabajadores que quedaron barriendo las últimas filas de uranio. Muchos de ellos lograron enriquecerse en poco tiempo y partieron de nuevo a la Tierra a compartir las ganancias con sus respectivas familias o a gastarlas en las superficialidades que el modernismo ofrece.
Cuando el último de los trabajadores abordó la nave de regreso a su lugar de origen, el capitán Anderson quedó totalmente solo, apenas acompañado por una tormenta de polvo marciano, rocas desnudas y una melancolía que se le pegaba a su pecho. Pensó que el también debía regresar a su planeta, pero su sentido de responsabilidad lo hacía retroceder en su intento y continuar al frente de aquella vieja mina que prácticamente significaba todo para él. Había abandonado todo, un trabajo estable en las fuerzas militares de la confederación terrestre, una bella familia que ya hacía años había olvidado y toda una vida a la que le había dado la espalda.
Ahora solo, frente a una pared roja de la cantera donde había visto enriquecerse a ese puñado de burdos hombres, se cuestionaba qué estaba haciendo ahí. A su edad, necesitaba un impulso sobrenatural para dar un giro de ciento cincuenta grados y desandar lo andado. Con esos pensamientos regresó en su vehículo a la base donde después de ingresar a la cámara de descontaminación y prepararse luego una opípara comida, se sentó a la mesa a ingerir los alimentos. Ya no lo acompañarían sus demás amigos de trabajo; aún así no permitió que la soledad le abrumara. Después de asear sus dientes y ver la televisión con las noticias provenientes del planeta Tierra, se dispuso a dormir.
Antes de dejarse vencer por el sueño, viró hacia el lado derecho de la cama y miró de frente la foto de sus hijos, aquella que por muchos años había permancido en su mesa de noche pero que quizás por la rudeza de su trabajo, la apreciaba como cualquier objeto más de su habitación.
Pero esa noche solo, con la silueta de la Tierra a la distancia y Deimos y Fobos en el firmamento , sintió que su vida se le escapaba de sus manos y que era hora de recuperar todo lo que había perdido. Ni todas las riquezas acumuladas durante años por la venta del vil uranio, se comparaban con aquel tesoro que había dejado años atrás en su planeta de origen.
Como impulsado por una catapulta, se incorporó y esa noche no logró conciliar el sueño. A la mañana siguiente condujo él mismo la nave que pronto lo regresaría a su lugar de origen . Guardaba la esperanza de que sus hijos aún estuvieran vivos y que finalmente le perdonarían. Lo último que vio aquel cansado capitan en aquel desolado planeta, fue la fase oscura del mismo , y un destello del sol al reventar sobre el perfil del horizonte, después de la última órbita antes de escapar hacia el espacio. Pensó entonces que a veces pasan años para que los humanos tomen las decisiones correctas, aquellas que siempre se deben tomar.
Lo cierto es que minutos antes de aterrizar sobre suelo marciano, aquel hombre de edad madura colocó todas sus esperanzas en la exploración de la región boreal del planeta.
La nave realizó un giro hacia occidente, encendiendo los escapes de frenado, hasta que lentamente se posó sobre la arenosa superficie. Un sol ardiente sobre las desiertas arenas y una tarde que caía fueron el escenario que aquellos hombre presenciaron cuando la puerta de la nave se abrió.
Inmediatamente emprendieron la búsqueda de Omicron uno de los puntos que bautizaron como referencia del sitio que más posibilidades tenía de albergar los codiciados minerales radioactivos. Mediante un vehículo capacitado para evadir el terreno tan abrupto del planeta, recorrieron varios kilómetros, hasta que llegaron finalmente a las puertas de la mina recién abierta. Se adentraron en sus entrañas y por medio de sofisticados aparatos comenzaron la labor de horadar la dura roca que les separaba de tan preciado metal.
Así pasaron varios meses sin que ninguna novedad cambiara el curso de la tediosa labor de suceder los días y las noches sin ver una minúscula partícula de luz solar filtrándose por alguno de los túneles que conducían a las minas bajo tierra. El capitán Anderson sabía que si no hallaba aquel uranio, sus hombres se le sublevarían y las esperanzas de volver a la Tierra con honor y riquezas se acabarían.
En un desesperado intento, llamó a la tripulación a redoblar esfuerzos y aumentar las horas de trabajo, al punto que poco a poco se fueron minando las fuerzas de aquellos agotados hombres. Quedaban pocos días para que una nave nodriza los recogiera y enviara de nuevo a sus hogares en la Tierra, escaseaba ya la comida y los últimos tanques de oxígeno estaban al límite de acabarse.
Encontrándose al límite de la locura, ese puñado de burdos hombres hallaron por fin la veta tan esperada. Inmediatamente comenzaron la labor de extracción del preciado metal. Al arribar la nave nodriza, pudieron llegar al acuerdo de prolongar la estadía en el planeta, los tripulantes de ésta les proporcionarían agua y alimentos, así como suficiente oxígeno para prolongar el tiempo de estadía. Poco a poco, las semanas se fueron acumulando hasta convertirse en meses de arduo trabajo. Los resultados se fueron viendo, pues cada vez fueron menos los trabajadores que quedaron barriendo las últimas filas de uranio. Muchos de ellos lograron enriquecerse en poco tiempo y partieron de nuevo a la Tierra a compartir las ganancias con sus respectivas familias o a gastarlas en las superficialidades que el modernismo ofrece.
Cuando el último de los trabajadores abordó la nave de regreso a su lugar de origen, el capitán Anderson quedó totalmente solo, apenas acompañado por una tormenta de polvo marciano, rocas desnudas y una melancolía que se le pegaba a su pecho. Pensó que el también debía regresar a su planeta, pero su sentido de responsabilidad lo hacía retroceder en su intento y continuar al frente de aquella vieja mina que prácticamente significaba todo para él. Había abandonado todo, un trabajo estable en las fuerzas militares de la confederación terrestre, una bella familia que ya hacía años había olvidado y toda una vida a la que le había dado la espalda.
Ahora solo, frente a una pared roja de la cantera donde había visto enriquecerse a ese puñado de burdos hombres, se cuestionaba qué estaba haciendo ahí. A su edad, necesitaba un impulso sobrenatural para dar un giro de ciento cincuenta grados y desandar lo andado. Con esos pensamientos regresó en su vehículo a la base donde después de ingresar a la cámara de descontaminación y prepararse luego una opípara comida, se sentó a la mesa a ingerir los alimentos. Ya no lo acompañarían sus demás amigos de trabajo; aún así no permitió que la soledad le abrumara. Después de asear sus dientes y ver la televisión con las noticias provenientes del planeta Tierra, se dispuso a dormir.
Antes de dejarse vencer por el sueño, viró hacia el lado derecho de la cama y miró de frente la foto de sus hijos, aquella que por muchos años había permancido en su mesa de noche pero que quizás por la rudeza de su trabajo, la apreciaba como cualquier objeto más de su habitación.
Pero esa noche solo, con la silueta de la Tierra a la distancia y Deimos y Fobos en el firmamento , sintió que su vida se le escapaba de sus manos y que era hora de recuperar todo lo que había perdido. Ni todas las riquezas acumuladas durante años por la venta del vil uranio, se comparaban con aquel tesoro que había dejado años atrás en su planeta de origen.
Como impulsado por una catapulta, se incorporó y esa noche no logró conciliar el sueño. A la mañana siguiente condujo él mismo la nave que pronto lo regresaría a su lugar de origen . Guardaba la esperanza de que sus hijos aún estuvieran vivos y que finalmente le perdonarían. Lo último que vio aquel cansado capitan en aquel desolado planeta, fue la fase oscura del mismo , y un destello del sol al reventar sobre el perfil del horizonte, después de la última órbita antes de escapar hacia el espacio. Pensó entonces que a veces pasan años para que los humanos tomen las decisiones correctas, aquellas que siempre se deben tomar.
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