miércoles, 8 de febrero de 2012


EL TERREMOTO

Las huellas profundas que dejaban los neumáticos en el barro de aquel camino, rápidamente se llenaron con el agua de lluvia caída, y no es que lloviera a cántaros, la estación seca se avecinaba y ya para entonces eran unos cuantos aguaceros intermitentes los que se asomaban en el horizonte; sólo que el suelo acumulaba aún el líquido absorbido de las intensas lloviznas pasadas y se empozaban en los hoyos recién hechos.
Conducía el auto un hombre aun imberbe, que sin embargo mostraba ya signos de arrugas en las orillas de sus ojos. Conducía lento, como cansado, como si llevara un peso de toneladas de tristeza, abatimiento y amargura. Dolores que le impedían continuar siquiera un metro más en su existencia.
Sorteó mil recovecos, y deslizose por cien marañas, hasta llegar por fin a la carretera principal, luego de dejar casi incrustada media alma en aquellas soledades. Se dirigía a la ciudad. Por la mañana había escuchado en su radio que apenas alcanzaba a captar tres estaciones, una noticia que llamó su atención; la muerte de una mujer que hacía mucho tiempo había conocido en las aulas de la Universidad. Una que entró como viento huracanado en su vida y que salió como una brisa tenue, apenas sin dejar caer una hoja de su árbol herido. Se había alejado como una sombra, como un espectro, como un fantasma.
Sumido en esos pensamientos condujo casi todo el camino como un autómata, sin que sus ojos repararan en lo que sucedía alrededor; mala jugada del destino que aprovechó el azar para poner frente a su rostro, los halógenos de un automóvil que solo sirvió de pantalla para alumbrar el choque de frente con el otro aparato.

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Irónica es la vida a veces, ella nos separa cuando el pecho se nos inflama de pasiones intensas. Ésta, la vida no es sólo más que una fuerza de gravedad en donde las cosas caen hacia el centro y cuando termina, la misma fuerza se invierte y expulsa todo hacia afuera en un "continum" que no acaba.

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Estaban en el mismo salón dos ataúdes divididos sólo por una mampara corrediza. De un lado los del clan de Liza, la mujer de las noticias y del otro los del recién accidentado. Ambas familias ni se conocían, pero los que eran velados, sí. Desde que eran adolescentes se amaban locamente, con ese amor intenso de jóvenes. Sin embargo por el reclamo del tiempo que todo transforma y olvida echaron raíces en diferentes ciudades y rehicieron sus vidas al lado de algún extraño que les proporcionó al menos la seguridad que exige la sociedad: hijos y un futuro prometedor, pero que en el fondo no eran más que formulismos que todos debían cumplir a cierta edad. No eran felices pero sin embargo esto les permitía vivir sin el amargo de una soledad eterna.
Ahí estaban los dos y aún así no lo estaban. ¿Qué razones podían privar para que fueran enterrados juntos, si no eran parientes, ni esposos y nada legal los unían?. Ambas familias no estarían dispuestas a ofrecer a la otra ni un centímetro de su fosa para compartirla con un desconocido, con un extraño.

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Diez treinta de la noche, un mochuelo atravesó raudo la tranquilidad del cementerio. Apenas en la mañana el sepelio de ambos muertos se realizó de la forma en que todos esperaban : llantos, arreglos florales, sonrisas de viejas chismosas y una gran pena flotando en el ambiente. La rapaz surcó el espacio y se posó en una vieja cruz de Caravaca, herrumbrada y sucia. A instante los grillos dejaron de escucharse mientras el mochuelo aleteaba desesperado, como si viera a las mismas ánimas salir de sus tumbas. Estaba temblando con una fuerza de fin de mundo, casi nueve en escala de Richter, el terremoto que todos esperaban, el más intenso del siglo La tierra se arrugaba en plegamientos sinuosos, como un gran gusano que se revolcaba por salir de un capullo. En la ciudad, edificios enteros caían, incendios de manzanas completas, mujeres y niños yacían atrapados entre los escombros. Los cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgaban en el cielo. Parecía una hecatombe bíblica. Nada volvería a ser igual.

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Lunes, al día siguiente. Cuadrillas de rescate afloraban como azahares en primavera, corriendo de un lugar a otro sin rumbo fijo sin organización alguna. Auxiliaban con sus propias manos a los sobrevivientes y colocaban en hileras interminables de hasta cuadras enteras, los cientos de mutilados que lograban sacar de las montañas de escombros.
El cementerio que apenas ayer guardaba en sus entrañas dos cuerpos inertes, separados por escasos metros permanecía quedo. Cruces en el suelo, jarrones agrietados y estatuas caídas daban al campo santo aspecto de lúgubre mansión del arcano. Muchos de los ataúdes reverdecían a flor de tierra y huesos presentando aún algo de carne ya seca yacían por todas partes. En una esquina, cerca del brocal de una fuente ya rota, estaban dos cuerpos casi intactos, sin que la pestilencia apocalíptica los hubiera corrompido. Aparecían entrelazados, como si hubiesen resucitado para volver a morir abrazados en un apretado lazo que nadie pudiera deshacer. El movimiento del terremoto levantó con todo y féretro una pequeña loma que hizo rodar el cuerpo de Liza sobre el de su amado. A esa hora comenzó a llover.

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Una semana después, los sepultureros, ante la confusión de cadáveres, enterraron casi todos los cuerpos en una fosa común. Sólo dejaron aparte y juntos en una misma bóveda a los dos amantes abrazados. Las razones nadie las supo. Lo único es que la noche anterior el jefe de la cuadrilla de sepultureros soñó con una pareja que tomados de la mano le miraban a sus ojos en actitud suplicante.


1 comentario:

  1. Que hermoso, sensible y sumamente interesante y un final encantador.
    Amigo, eres un maravilloso escritor, sigue adelante con tu obra, un gran abrazo

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