PERICOS EN EL ALAMBRE
Confieso, me resulta extraño
colocarme sobre el tendido eléctrico a observar el ruidoso tráfico de la tarde y
mirar de lado la incandescente fase final del sol, difuminándose detrás de las
humeantes fábricas.
Recuerdo que hace algunos
años solía posarme en las ramas de algún solitario mango que sobre la llanura
inmensa se imponía o sobrevolaba los altos árboles de aguacatillo que
abundantemente me daban alimento en el bosque. Ahora cuando mis pequeñas
garras se aferran a la larga fila de los negros alambres caigo en la razón de
que no pertenezco a este lugar.
Sobrevuelo las azoteas de los
edificios mientras la lluvia se me pega a mi verde plumaje, llenándome del negro
hollín urbano, lo que oscurece mis ya maltratados miembros; para luego darme a
la tarea de protestar junto con mis demás compañeros, a cerca del porqué los
humanos invaden nuestros hogares y roban nuestras crías. Posado en los aleros
de algún edificio y con mi chillona voz es que de seguro tal protesta
llega a los oídos sordos de algún transeúnte, quien con un gesto de asombro se
extraña del por qué compartimos la misma cornisa con las acostumbradas palomas
de la plaza. Ellas también se asombran del porqué invadimos su espacio;
pero como señoras de abolengo, sus buenas costumbres las llevan a no
discriminarnos y más bien nos invitan a formar parte del paisaje
citadino.
Vuelo del Teatro de la ciudad
a una alta palmera del Parque Central, lo que me da un respiro verde entre tanto
gris de cemento, es cuando aprovecho para comer de sus frutos cada vez más
escasos, debido a la falta de nutrientes que impiden su desarrollo. Regreso
luego a mi acostumbrado asidero eléctrico que me recuerda los bejucos de la
selva, del que me balanceaba otrora hasta el dosel del bosque en busca de algún
rayo de luz que calentara mi frágil cuerpo, después de una húmeda noche de
invierno.
Algunos de mis compañeros me
recomiendan bajar a recoger migajas de pan en las aceras, pero prefiero
sobrevolar los edificios en busca de un solitario guayabo creciendo en
algún lote baldío o adentrarme a los pocos cafetales que quedan en la ciudad a
consumir los frugales alimentos de los árboles de
sombra.
Y es que los días se
sobreponen a las noches y los meses a los años sin que poco o nada cambie en mi
transcurrir en esta nueva selva ahora de concreto que es mi hogar, por eso es
que prefiero esperar con calma a que algún día los hombres se apiaden de
mi existencia, o sean ellos los que se extingan y no yo, pero creo
que la suerte está echada; mientras tanto y para aferrarme a la idea de
que aún estoy vivo, me acompaño de mi fiel consorte, me acostumbro a la
presencia de los alados seres tornasolados de la ciudad, el ruido
estridente de los autos, los ágiles felinos caseros que atacan a mis compañeros
de noche y el aire enrarecido y tóxico de esta urbe. Soy ahora un pretexto de
los humanos para sus campañas ecológicas, muchas de las cuales, terminan siendo
simple propaganda absurda.
Ahora y con el crepúsculo a
nuestras espaldas , buscamos mi pareja y yo donde pasar la noche. Sobrevolamos
entonces las modernas estructuras, mientras reflexiono para mis adentros que no
somos más que un par de infortunados “pericos sobre el alambre”, por lo
menos hasta que las cosas cambien, y eso lo dudo…
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