jueves, 2 de febrero de 2012



PERICOS EN EL ALAMBRE

Confieso, me resulta extraño colocarme sobre el tendido eléctrico a observar el ruidoso tráfico de la tarde y mirar de lado la incandescente fase final del sol, difuminándose detrás de las humeantes fábricas.


Recuerdo que hace algunos años solía posarme en las ramas de algún solitario mango que sobre la llanura inmensa se imponía o sobrevolaba los altos árboles de aguacatillo que abundantemente me daban alimento en el bosque. Ahora cuando mis pequeñas garras se aferran a la larga fila de los negros alambres caigo en la razón de que no pertenezco a este lugar.


Sobrevuelo las azoteas de los edificios mientras la lluvia se me pega a mi verde plumaje, llenándome del negro hollín urbano, lo que oscurece mis ya maltratados miembros; para luego darme a la tarea de protestar junto con mis demás compañeros, a cerca del porqué los humanos invaden nuestros hogares y roban nuestras crías. Posado en los aleros de algún edificio y con mi chillona voz es que de seguro tal protesta llega a los oídos sordos de algún transeúnte, quien con un gesto de asombro se extraña del por qué compartimos la misma cornisa con las acostumbradas palomas de la plaza. Ellas también se asombran del porqué invadimos su espacio; pero como señoras de abolengo, sus buenas costumbres las llevan a no discriminarnos y más bien nos invitan a formar parte del paisaje citadino.

Vuelo del Teatro de la ciudad a una alta palmera del Parque Central, lo que me da un respiro verde entre tanto gris de cemento, es cuando aprovecho para comer de sus frutos cada vez más escasos, debido a la falta de nutrientes que impiden su desarrollo. Regreso luego a mi acostumbrado asidero eléctrico que me recuerda los bejucos de la selva, del que me balanceaba otrora hasta el dosel del bosque en busca de algún rayo de luz que calentara mi frágil cuerpo, después de una húmeda noche de invierno.

Algunos de mis compañeros me recomiendan bajar a recoger migajas de pan en las aceras, pero prefiero sobrevolar los edificios en busca de un solitario guayabo creciendo en algún lote baldío o adentrarme a los pocos cafetales que quedan en la ciudad a consumir los frugales alimentos de los árboles de sombra.


Y es que los días se sobreponen a las noches y los meses a los años sin que poco o nada cambie en mi transcurrir en esta nueva selva ahora de concreto que es mi hogar, por eso es que prefiero esperar con calma a que algún día los hombres se apiaden de mi existencia, o sean ellos los que se extingan y no yo, pero creo que la suerte está echada; mientras tanto y para aferrarme a la idea de que aún estoy vivo, me acompaño de mi fiel consorte, me acostumbro a la presencia de los alados seres tornasolados de la ciudad, el ruido estridente de los autos, los ágiles felinos caseros que atacan a mis compañeros de noche y el aire enrarecido y tóxico de esta urbe. Soy ahora un pretexto de los humanos para sus campañas ecológicas, muchas de las cuales, terminan siendo simple propaganda absurda.


Ahora y con el crepúsculo a nuestras espaldas , buscamos mi pareja y yo donde pasar la noche. Sobrevolamos entonces las modernas estructuras, mientras reflexiono para mis adentros que no somos más que un par de infortunados “pericos sobre el alambre”, por lo menos hasta que las cosas cambien, y eso lo dudo…


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