viernes, 10 de febrero de 2012



CONFESIONES DE UN LAPIDARIO

Ese día decidí cambiar. Ante aquellas palabras, decidí soltar la piedra que sujetaba fuertemente en mi mano, mientras a mi alrededor muchos como yo, se daban vuelta para dejar atrás un suelo lleno de rocas de aristas filosas. El viento de la tarde se encargó de que la arena que se dispersaba en el aire al caer nuestras armas asesinas, se llevara con ella nuestros odios, inseguridades y un puñado de prejuicios mal logrados. Mientras tanto, alguien de hinojos continuaba escribiendo en el suelo con la punta de su dedo, mientras una mujer nerviosa y suplicante besaba los pies del que escasos minutos atrás le había salvado la vida.

Corrí desesperadamente entre la muchedumbre sin saber qué sucedía atrás.

Algunos todavía murmuraban las razones por las que esa tarde no correría sangre en aquel escampado. Otros simplemente se conducían silenciosos, reflejando en sus rostros la pena de haber sido puestos en evidencia sus bajezas y debilidades.

Yo simplemente no quería estar ahí, a la vez que deseaba tomar la mano de aquella mujer y levantarla, enjugar sus lágrimas con mi mano, o simplemente abrazarla y llorar juntos.

Yo también cometí cientos de errores, por lo que más merecía estar ahí y no ella. Era mi persona la que debía ser lapidada por esa multitud sedienta de sangre y venganza.

Fui egoísta, avaro y ambicioso. Muchas veces robé en nombre del Estado y me aproveché de las debilidades de otros para imponer mi autoridad. Cuando fui joven no me importó desconocer las leyes de mi pueblo que con tanto empeño mi padre me inculcó de niño. Maltraté de palabra y obra a mi familia. A mi mujer en más de una ocasión la llevé al mayor extremo de la intolerancia, golpeándola en mis noches de juerga y vicio. Llegué incluso a violarla, por el simple placer de satisfacer mis más bajos instintos. Abandoné a mis hijos después de años de maltrato. Recuerdo que llegué incluso a castigarlos con los más crueles métodos, para corregirlos y educarlos, según mi antojadiza interpretación del Talmud.

Por eso , esa tarde, cuando vi a aquella mujer reducida a la más mínima expresión humana y a aquel hombre pronunciar aquellas sentenciosas palabras: "el que esté libre de pecado de lance la primera piedra...", dejé caer la mía y no quise mirar a atrás. Corrí hasta lo alto de una colina y de rodillas supliqué al Cielo me destruyera, me castigara por todas las oprobiosas faltas que había cometido en mi vida.

Y lloré como un niño que no encuentra consuelo más que en los cálidos brazos de una madre.,me sumergí en un sueño. Luego bajé la colina y el rocío nocturnal me recordó que había pasado horas desvanecido sobre la dura roca que sostenía aquel promontorio.

Con el viento golpeándome la cara regresé donde horas atrás iba junto con aquella enfurecida muchedumbre a lapidar a esa pobre mujer, pero el lugar estaba vacío, sólo una luna a medio salir iluminaba tímidamente aquel sitio. Entonces, mis pasos me devolvieron a mi hogar, uno que desde años permanecía solo, aunque algo en mi interior me alertaba ahora que ya nunca más lo estaría. Desde ese momento, me convertí en un discípulo más de aquel que escribía con su dedo en el suelo, pronunciaba discursos de vida y rescataba mujeres y hombres de ser sentenciados a morir en manos de personas tan viles como yo.


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