UNA LUZ EN LA VENTANA
Esa tarde bajé la cuesta,
con la esperanza de encontrarme con la vida que se me presentaba en el frío de
la briza de un diciembre que aún no llegaba, el sol ocultándose detrás de las
copas de los árboles y el sonido de los grillos que ya empezaban a perturbar mi
alma. Me preguntaba entonces que historias acompañaban las luces que de las
ventanas de mis vecinos se colaban hasta llegar a mis retinas ya desgastadas por
los años. Me extrañaba en particular la luz flameante que de una de las ventanas
sin cristales de la sencilla casucha de mi anciana vecina se desprendía hacia la
calle. Nunca me había atrevido a hablar con ella porque me parecía una mujer
tosca y malhumorada. Bastaba con los gestos que se asomaban por su arrugado
rostro para saber que era la vecina menos apreciada del lugar. Sin embargo desde
que llegué a esa región contradictoria en su toponimia: "El llano de San
Miguel", un pueblito enclavado entre montañas, me propuse mantener buenas
relaciones con los lugareños.
Me intrigaba que todas las tardes antes que el crepúsculo convirtiera las laderas de la cerranía en gigantescas gabardinas oscuras, como si cíclopes renacieran cada noche, mi anciana vecina colocaba una velita encendida, esas de agua y aceite en el descanso de la ventana. En más de una ocasión vi el ritual sucederse todos los días, en el momento preciso en que bajaba la cuesta para confundirme con la nocturnidad y acabar el día en alguna venta de comida
Pero esa tarde al volver a internarme en la calle y mis retinas captar la repetida luz de esa velita no me contuve y fuí a preguntarle a la anciana, con algún pretexto que improvisaria en el camino sobre mis razones sospechadas. Al llegar a la puerta. y tras observar discretamente por la oquedad de la ventana, observé que la anciana se arrullaba en una mecedora y de sus manos pendían las cuentas de un rosario. Como no quise interrumpirla me senté en una banca del corredor a esperar. Mis oidos captaron murmullos de salves y letanías en curso, hasta que escuché por último un amén que hizo eco en el silencio final de largos minutos de espera. Me levanté y al acercarme a la puerta que estaba entreabierta, toqué y con un tímido saludo logré que la mujer abriera sus ojos, unos tan grandes y bellos ojos color cielo que me enternecieron, aunque su voz ronca y fuerte me provocó un sobresalto que casi me hizo retroceder. Sin embargo un "¡Pase adelante!", hizo volver mi calma.
"¿Qué se le ofrece?" me interpeló la anciana.
Después de inventar absurdas excusas y explicar la razón de mi presencia, logré, me contara su historia. Una tan posible, que hasta se podría subestimar, pero que en la mente de esa mujer se hacía realidad. Todas las tardes antes de que se diera el cambio del día a la noche, encendía una velita en la ventana para que su marido que había muerto al despeñarse por la ladera de una de tantas montañas del lugar, regresara en alguna de esas noches y como faro en la oscuridad se guiara hacia la vieja casucha de madera.
Extrañado me aseguré a través de preguntas capciosas de que no estuviera delirando por la locura senil que muchos ancianos padecen a esa edad, pero se veía que estaba totalmente en sus cabales. Según ella rezaba el rosario en ofrecimiento a su ánima, pero estaba convencida que algún día lo volvería a ver en cuerpo y alma regresar por el mismo camino que yo había andado. Terminé creyendo que la pobre mujer en sus largos años de soledad extrañaba a su marido tanto que guardaba la esperanza de volverlo a ver. Sin embargo ojeando entre sus cosas me confortó la idea de que ella era una gran creyente, pues a la par de su mecedora, en una mesita pequeña se encontraba una biblia amarillada por el tiempo. Entre sus páginas logré medio ver entre sus páginas una estampa de un Jesús resucitado. De seguro que ella esperaba lo mismo para su marido. Fue extraño ese encuentro, pero esa tarde al volver mis pies hacia el empedrado, confirmé que las historias de los que habitan detrás de las ventanas, traslucen con un brillo particular que los hace únicos. Todos tenemos luces que colocar en las ventanas.
Me intrigaba que todas las tardes antes que el crepúsculo convirtiera las laderas de la cerranía en gigantescas gabardinas oscuras, como si cíclopes renacieran cada noche, mi anciana vecina colocaba una velita encendida, esas de agua y aceite en el descanso de la ventana. En más de una ocasión vi el ritual sucederse todos los días, en el momento preciso en que bajaba la cuesta para confundirme con la nocturnidad y acabar el día en alguna venta de comida
Pero esa tarde al volver a internarme en la calle y mis retinas captar la repetida luz de esa velita no me contuve y fuí a preguntarle a la anciana, con algún pretexto que improvisaria en el camino sobre mis razones sospechadas. Al llegar a la puerta. y tras observar discretamente por la oquedad de la ventana, observé que la anciana se arrullaba en una mecedora y de sus manos pendían las cuentas de un rosario. Como no quise interrumpirla me senté en una banca del corredor a esperar. Mis oidos captaron murmullos de salves y letanías en curso, hasta que escuché por último un amén que hizo eco en el silencio final de largos minutos de espera. Me levanté y al acercarme a la puerta que estaba entreabierta, toqué y con un tímido saludo logré que la mujer abriera sus ojos, unos tan grandes y bellos ojos color cielo que me enternecieron, aunque su voz ronca y fuerte me provocó un sobresalto que casi me hizo retroceder. Sin embargo un "¡Pase adelante!", hizo volver mi calma.
"¿Qué se le ofrece?" me interpeló la anciana.
Después de inventar absurdas excusas y explicar la razón de mi presencia, logré, me contara su historia. Una tan posible, que hasta se podría subestimar, pero que en la mente de esa mujer se hacía realidad. Todas las tardes antes de que se diera el cambio del día a la noche, encendía una velita en la ventana para que su marido que había muerto al despeñarse por la ladera de una de tantas montañas del lugar, regresara en alguna de esas noches y como faro en la oscuridad se guiara hacia la vieja casucha de madera.
Extrañado me aseguré a través de preguntas capciosas de que no estuviera delirando por la locura senil que muchos ancianos padecen a esa edad, pero se veía que estaba totalmente en sus cabales. Según ella rezaba el rosario en ofrecimiento a su ánima, pero estaba convencida que algún día lo volvería a ver en cuerpo y alma regresar por el mismo camino que yo había andado. Terminé creyendo que la pobre mujer en sus largos años de soledad extrañaba a su marido tanto que guardaba la esperanza de volverlo a ver. Sin embargo ojeando entre sus cosas me confortó la idea de que ella era una gran creyente, pues a la par de su mecedora, en una mesita pequeña se encontraba una biblia amarillada por el tiempo. Entre sus páginas logré medio ver entre sus páginas una estampa de un Jesús resucitado. De seguro que ella esperaba lo mismo para su marido. Fue extraño ese encuentro, pero esa tarde al volver mis pies hacia el empedrado, confirmé que las historias de los que habitan detrás de las ventanas, traslucen con un brillo particular que los hace únicos. Todos tenemos luces que colocar en las ventanas.
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