LOS NIÑOS
DE LA LLUVIA
Camino y la lluvia empapa el ruedo de mis pantalones a pesar de que mi paraguas es de carpa grande, pero las aguas se ensañan en mojar mi ropa.
Miro a tres niños de muy corta edad, descalzos y con jirones en sus vestidos, entregándose a la tarea de vender dulces a los transeúntes. En sus rostros la humedad se les pega, mientras sus cuerpecitos tiemblan de frío. Sus miradas parecieran acusar a los transeúntes de su desafortunada condición, pero la lluvia se vuelve a ensañar de mis ropas, esta vez una ráfaga se adueña de mi espalda quien me pone en igual condición de esos infantes, tiemblo igual que ellos, pero ni eso cambia el destino de aquellos pequeños seres de la calle.
Ahora corren por la plaza y se guarecen en un alero del costado sur del Teatro principal de la ciudad cada vez más en penumbra; son ya las seis de la tarde y la lluvia no cesa. Acurrucan sus cuerpecitos entre ellos y el hambre comienza a accionar los mecanismos de alarma sobre sus estómagos, pero saben que deben llevar dinero a sus ranchos, sino recibirán palizas esta noche.
Deseo no ver aquella imagen de ciudad, una que a veces me devuelve el espejo marcado de razones tan cotidianas, las de un transeúnte cargado de prisas, lleno de la indiferencia propia de las urbes.
No cesa el aguacero y ahora vuelven a empaparse, a continuar siendo niños de la lluvia para regresar pronto a sus remedos de hogar. Entre el cortinaje traslúcido de las gotas contra los faroles de la calle me parece reconocer la figura de un Jesús en cuclillas abrazando a aquellos niños, pero no era más que una ansiada pasada de mi mente. Detrás de aquella visión aparece la de una mujer con los brazos abiertos en actitud de espera, deseando por todos los medios que fuera la Madre del que de hinojos se me presentaba, pero pronto desistí al desviar mi atención las luces de los autos que se me abalanzaban. Corro de prisa para cruzar la calle, ponerme a salvo y continuar mi camino.
Sigue el aguacero, ya no los veo, ni en mi mente se acuna la visión de Jesús y aquella mujer, pero sé que por las calles seguirán caminando aquellos niños de la lluvia, con sus almas rotas y en sus espaldas la frialdad de una ciudad cada vez más indiferente ... y sigo siendo un simple espectador.
Camino y la lluvia empapa el ruedo de mis pantalones a pesar de que mi paraguas es de carpa grande, pero las aguas se ensañan en mojar mi ropa.
Miro a tres niños de muy corta edad, descalzos y con jirones en sus vestidos, entregándose a la tarea de vender dulces a los transeúntes. En sus rostros la humedad se les pega, mientras sus cuerpecitos tiemblan de frío. Sus miradas parecieran acusar a los transeúntes de su desafortunada condición, pero la lluvia se vuelve a ensañar de mis ropas, esta vez una ráfaga se adueña de mi espalda quien me pone en igual condición de esos infantes, tiemblo igual que ellos, pero ni eso cambia el destino de aquellos pequeños seres de la calle.
Ahora corren por la plaza y se guarecen en un alero del costado sur del Teatro principal de la ciudad cada vez más en penumbra; son ya las seis de la tarde y la lluvia no cesa. Acurrucan sus cuerpecitos entre ellos y el hambre comienza a accionar los mecanismos de alarma sobre sus estómagos, pero saben que deben llevar dinero a sus ranchos, sino recibirán palizas esta noche.
Deseo no ver aquella imagen de ciudad, una que a veces me devuelve el espejo marcado de razones tan cotidianas, las de un transeúnte cargado de prisas, lleno de la indiferencia propia de las urbes.
No cesa el aguacero y ahora vuelven a empaparse, a continuar siendo niños de la lluvia para regresar pronto a sus remedos de hogar. Entre el cortinaje traslúcido de las gotas contra los faroles de la calle me parece reconocer la figura de un Jesús en cuclillas abrazando a aquellos niños, pero no era más que una ansiada pasada de mi mente. Detrás de aquella visión aparece la de una mujer con los brazos abiertos en actitud de espera, deseando por todos los medios que fuera la Madre del que de hinojos se me presentaba, pero pronto desistí al desviar mi atención las luces de los autos que se me abalanzaban. Corro de prisa para cruzar la calle, ponerme a salvo y continuar mi camino.
Sigue el aguacero, ya no los veo, ni en mi mente se acuna la visión de Jesús y aquella mujer, pero sé que por las calles seguirán caminando aquellos niños de la lluvia, con sus almas rotas y en sus espaldas la frialdad de una ciudad cada vez más indiferente ... y sigo siendo un simple espectador.
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