jueves, 2 de febrero de 2012



LA DECISIÓN

Otto amaneció con la idea fija de abandonar para siempre el lugar. No es que lo habían tratado mal. Los últimos cinco años de su vida había compartido sus olores, enfermedades respiratorias y hasta las pantuflas que tanto quería con Jorge, el vecino de la cama de al lado, quien a media noche acostumbraba dirigirse al baño del fondo a depositar en el retrete lo que le sobraba del almuerzo anterior.


Nadie, sólo a Otto se le había ocurrido traspasar los límites del ancianato, caminar por el empedrado de la calle y saltar la cerca que conducía a la amplia llanura poblada de árboles de cedro y roble. Seguro que el pasto que estaba ya muy alto le cubriría y nadie le vería marchar. De todas maneras según él, uno más o uno menos no haría la diferencia entre la cantidad de septuagenarios que hacinaban el lugar y poco o nada importaría a los encargados del asilo la ausencia de ese pobre anciano.


En realidad Otto nunca logró adaptarse a las condiciones del hospicio, a las interminables horas de ocio, sin hacer más que observar los colibríes libar de las flores de buganvilla que cubrían la tapia del patiecillo interior o a las dos horas mínimas que tenía derecho ver la televisión que con interferencia y todo presentaba las noticias de media mañana o el partido de fútbol local. Aparte de esos momentos, el resto del día transcurría entre turnos de comidas, análisis médicos e ingesta de medicamentos para la artritis, el resfriado común o demás enfermedades seniles.


Desde hacía varios meses había tomado la decisión, su decisión y no la de sus compañeros que se habían resignado a morir viviendo entre las paredes del hospicio.
Él había llegado ahí desde inicios de la última pandemia declarada, en un coche negro, de traje entero y de la mano de una joven que suponía ser su nieta. Le habían asignado una cama del pabellón A, compartiendo con más de doce internos el único baño del fondo. Llegó cargado de iras, cansancio de años y esperanzas rotas. Después de llenar los papeles de formalización, la joven se despidió con un beso en la frente, a la vez que el anciano se balanceaba en una maltrecha mecedora mientras absorto en sí mismo observaba la puesta del sol. Había quedado sólo y ya nadie lo visitaría nunca, ni siquiera la joven de rostro de ángel.


Así habían pasado ya más de siete años y a Otto le parecía toda una larga existencia, era necesario acabar con eso, debía escapar, huir volver a vivir la vida, respirar las flores del campo, tomar agua de un arroyuelo, simplemente ser libre, un ser humano y no un animal enjaulado. Por eso fue que esa mañana se levantó muy temprano, extrajo de unos cajones su mejor traje, dispúsose a anudar su corbata y usar su mejor perfume. Tomó su sombrero y se lo ajustó con la elegancia y presteza que le caracterizaba Con su bastón en mano comenzó a dirigirse a la puerta principal y antes de que su humanidad entera se ubicara fuera del albergue, exhaló una bocanada de aire, como pretendiendo deshacerse de todo su pasado, de los malos ratos que pasó ahí y de los buenos también, como la vez que llegaron unos jóvenes coristas cantando villancicos y con panderos en mano pusieron a los ancianos a bailar. Fue la única noche buena alegre en los últimos años, las anteriores, el tedio, la ausencia de familiares y el frío le habían amargado hasta el punto que desde las cinco de la tarde acostumbraba irse a la cama y enroscado en sus cobijas soñaba con tiempos mejores, con mañanas alegres de navidad desenvolviendo regalos con sus nietos y su mujer acariciándole su espalda como diciéndole: ¡Todo está bien!.

Al verse fuera, renovó su energía vital con el aire puro que la campiña le ofrecía, inhaló lo que pudo con sus desvencijados pulmones y levantó su mirada para encontrarse con el enrarecido sol de invierno apenas divisándose entre las nubes. Ya lo había hecho y no podía echar marcha atrás, sólo quedaba cruzar la empedrada calle y atravesar el escampado, internarse en la dehesa y buscar el horizonte. Sus pasos se aceleraron al ritmo del corazón y la alegría comenzó a asomarse por un resquicio de sus labios. No lo podía creer, era un ser libre, era todavía un ser pensante y quería vivir.

Atrás quedó sólo la puerta abierta que permitió a penas entrar una brisa tímida que movió las fotografías amarillentas y sin marco que colgaban con tachuelas en la pared.

Esa mañana me enteré de todo lo sucedido porque al levantarme ya no estaban las pantuflas de Otto, sólo una nota en mi mesa de noche que versaba: "Jorge te dejo este par de zapatos, por si decides acompañarme..."

No hay comentarios:

Publicar un comentario