lunes, 27 de febrero de 2012

EL HOMBRE DE LA ESCOBA

El talán de la campana dejó de escucharse tres minutos antes de comenzar la misa. Eran las cinco de la tarde; lo supe porque el sol se ocultaba detrás de los edificios de enfrente. Entré silenciosamente a la iglesia, evitando producir ruido alguno. Recorrí el ala central y me detuve a observar cómo las velas encendidas en honor a San Pancracio brillaban en la oscura bóveda del altar izquierdo.

Antes de mirar como la luz tenue del ocaso se filtraba lentamente sobre los vitrales en forma de arco de medio punto, me percaté de que el sacerdote entró, y como es de costumbre, después de besar el altar, inició la Santa Misa con un canto antiguo que recordaba a las viejas iglesias medievales. Me picaba una oreja, así que decidí rascármela. Como no lograba saber si se trataba de una pulga, intenté hacer caso omiso a la cuestión. Con el tiempo el malestar se esfumó. Creo que debió haberse tratado de ciertas bacterias que surgen después de que uno no ha podido bañarse en varios días; no porque no quisiera, sino porque no pueda. ¿Qué hacer los que ni siquiera tenemos un hogar para vivir?. Bajo estas condiciones las razones por las que la comezón surge, dejan de tener importancia.

Me sentí muy cerca de una señora con cara de muchos bienes; recuerdo que en su mano izquierda ostentaba un anillo de diamante fino. No sé si fue por mi olor, o por mi aspecto desarrapado que no le agradé, pues, sin más se levantó y se dirigió tres bancas más adelante. Avergonzado me fuí detrás del confesionario, a seguir escuchando la misa.

Ya iba el padre bien adelante en su homilía cuando una niña de bellos cabellos color oro se acercó y tocó mi frente Después me regaló una sonrisa y salió corriendo alegremente donde estaba su mamá. Yo la seguí queriendo responder a sus mimos, pero su progenitora creyendo que le iba a hacer algún daño tomó a la niña entre sus brazos y con su desprecio me mandó de nuevo a un rincón.

Con la cabeza abajo volví al confesionario, dejando atrás a la niña que lloraba suplicando a su madre la dejara jugar conmigo.

Mucho alboroto debí haber causado en el tiempo que estube dentro de la iglesia, pues no hubo feligrés alguno que me mirara con asombro, y si se quiere con desprecio. Yo sólo quería jugar con la niña, nunca estorbar, ni molestar a nadie. Además esta vez no venía a pedir comida. Sólo quería meditar un rato y pasarla bien con aquel que se fijara en mí.

Tras la ceremonia en la que el padre consagra el cáliz, el silencio del acto fue interrumpido por el ruido de un florero al caer al suelo. No me había dado cuenta que al intentar salir del confesionario y dar la vuelta para poder incarme, mi miembro derecho tropezó con el pedestal que sostenía un bello florero de porcelana, haciéndose añicos e interrumpiendo la ceremonia.

El padre enfurecido mandó a llamar al sacristán para que me sacara de prisa. Corrí desenfrenadamente a ocultarme detrás de las escaleras del campanario, donde nadie me viera. Después de una intensa búsqueda, el sacristán no logró hayarme, pues para fortuna mía, ningún feligrés logró ver dónde me había ocultado. Sólo escucharon el estruendo que el trasto hizo al caer.

Eran las seis, y sólo se escuchaba el último paso de un cristiano al abandonar el templo. Las velas encendidas en el marco de la oscuridad producían un efecto de serenidad y paz. El padre se había retirado a sus habitaciones y yo me disponía a abandonar el Santuario, de pronto un señor de tez morena, más bien negra y que tenía una escoba de espigas; de esas que son escazas en estos días, se dirigió a mí y me llamó por mi nombre:
-¡Tom! ¿Quiéres pan y leche?. Un silencio.
-¡Supe que te portaste un poco mal hoy en misa! No lo vuelvas a hacer. Recogeré los añicos que hiciste y los pegaré con cola, luego entraremos a la cocina a cenar juntos. ¿Te parece?. ¡Anda pues, siéntate en aquella banca mientras trabajo!. ¡Pasarás esta noche aquí, pues afuera hace mucho frío!.
Sus ojos eran dulces y su voz tranquilizaba mi agitado corazón que todavía no salía del susto del florero. Era muy diferente a las voces de reprensión que estaba acostumbrado a escuchar.

Esa noche la pasé con él felizmente.

A la mañana muy temprano, el sacerdote al abrir las puertas de la iglesia me encontró durmiendo a los pies de un altarcillo que en un rincón apenas sobresalía. Enfurecido me sacó a la calle sin antes echarme mil conjuros y retahilas. Después se dispuso a sacudir el polvo del lugar y debajo del santo roto y despintado que sostenia el altarcillo donde había pasado la noche, se leía apenas la leyenda: "San Martín de Porres".

Continuó sacudiendo los demás altares, el confesionario, las bancas, las alcancías y al llegar al pedestal que ayer había derribado con mi pie, el cura se detuvo asombrado, estupefacto, como una de tantas estatuas que ahí habían.
El florero ayer roto, hoy estaba intacto y en su lugar. Se persignó dos veces,mientras su boca se abría lentamente, se había quedado mudo. Cuando logró salir de aquel trance, abandonó la iglesia gritando: ¡Milagro!, ¡Milagro!

Ya en la calle, la mañana me sorprendió con las bocinas de los autos, el ruido de la gente y el despertar de un nuevo día que debía enfrentar. Era hora de proporcionarme el desayuno, por lo que ladrando crucé la avenida principal hasta llegar a los botes de basura de un lujoso restaurante que se erguía trés cuadras después...

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