SANGRE FRÍA
Las luces de la aurora despertaron del sueño profundo a Tapiriit, mientras
afuera el frío y el viento sacudían las hierbas bajas de la tundra. Sabía que
algo estaba pasando. Ya no escuchaba el ulular del búho blanco, los pasos
inquietos de la liebre y el mugir del caribú.
A lo lejos en la costa fría, paredes blancas estrepitosamente caían al mar para fundirse por última vez en una sola masa líquida. Aquella mujer de razgados ojos y rosados pómulos se recostó sobre el "permafrost" en su último intento de palpar el frío, aquel que orgullosamente llevaba en su sangre y la había identificado como una inuit, de las pocas que habían sobrevivido al tiempo. En su frente ya se marcaban arrugas, como los surcos que los glaciares dejaban al moverse. Por lo menos si moría pronto, estaría orgullosa de haber dejado herederos en este mundo, aunque este mundo ya era poco habitable, poco apacible y sus hijos estaban viviendo tiempos difíciles.
Más al sur en los "Bosques silenciosos de la Taiga", los abetos relucían verdes al sol, ya nunca más estarían cubiertos de la blanca nieve, y desde el soto, nuevos sonidos de insectos comenzaban a surgir, mientras de las ramas de abetos y alerces extrañas aves del sur trinaban con cantos nunca antes conocidos, con nostálgicas melodías suplicantes al cielo mismo, como pidiendo, les devolvieran su hábitat.
Tapiriit se mantuvo quieta sobre el helado suelo del ártico, sobre ella volaba el halcón peregrino que para esa época del año apenas el frío no le permitía su retorno. Su oído izquierdo, desnudo al viento escuchaba apenas los bloques de hielo que caían poco a poco del glaciar, haciendo maromas en el aire para adentrarse a las profundidades de ese mar cada vez más cálido.
Cerró sus ojos y recordó la aurora, con su cortinaje de luces en las tardes de aquellos inviernos crudos, cuando después de una nevada, las estrellas servían de fondo para ese espectacular fenómeno. Se preguntó si sus hijos, quizás sus nietos dejarían de ver la nieve sobre la tundra, la morsa y al Gran Oso Blanco caminar sobre el hielo, o si más allá de cualquier cambio, la sangre fría de su raza dejaría de existir.
Soñó entonces con los hombres de la aldea, pescando en los hoyos de la nieve, mujeres en fogones cocinando y niños felices corriendo sobre la tundra. Soñó con el frío helando sus huesos, aquel ancestral frío de la tatarabuela, su abuela y su madre. Deseaba heredarlo a sus hijos, compartir ese frío con el hombre que había amado toda su vida.
Como mujer de frío y viento, de nieve y aurora, de pieles y hielo quería ser recordada. Ahora ese elemento le abandonaba y sólo le quedaba soñar. Abrió entonces sus oscuros ojos al dejar de escuchar al glaciar precipitandose al vacío, se incorporó y sobre la húmeda hierba se sentó a observar el amplio mar que se erguía enfrente. Algo faltaba en el paisaje que habitualmente estaba acostumbrada a ver, ya no habían paredes blancas, solo bloques de hielo flotando a la deriva. Una extraña sensación de soledad e incertidumbre se confundía con la quietud del lugar.
A lo lejos en la costa fría, paredes blancas estrepitosamente caían al mar para fundirse por última vez en una sola masa líquida. Aquella mujer de razgados ojos y rosados pómulos se recostó sobre el "permafrost" en su último intento de palpar el frío, aquel que orgullosamente llevaba en su sangre y la había identificado como una inuit, de las pocas que habían sobrevivido al tiempo. En su frente ya se marcaban arrugas, como los surcos que los glaciares dejaban al moverse. Por lo menos si moría pronto, estaría orgullosa de haber dejado herederos en este mundo, aunque este mundo ya era poco habitable, poco apacible y sus hijos estaban viviendo tiempos difíciles.
Más al sur en los "Bosques silenciosos de la Taiga", los abetos relucían verdes al sol, ya nunca más estarían cubiertos de la blanca nieve, y desde el soto, nuevos sonidos de insectos comenzaban a surgir, mientras de las ramas de abetos y alerces extrañas aves del sur trinaban con cantos nunca antes conocidos, con nostálgicas melodías suplicantes al cielo mismo, como pidiendo, les devolvieran su hábitat.
Tapiriit se mantuvo quieta sobre el helado suelo del ártico, sobre ella volaba el halcón peregrino que para esa época del año apenas el frío no le permitía su retorno. Su oído izquierdo, desnudo al viento escuchaba apenas los bloques de hielo que caían poco a poco del glaciar, haciendo maromas en el aire para adentrarse a las profundidades de ese mar cada vez más cálido.
Cerró sus ojos y recordó la aurora, con su cortinaje de luces en las tardes de aquellos inviernos crudos, cuando después de una nevada, las estrellas servían de fondo para ese espectacular fenómeno. Se preguntó si sus hijos, quizás sus nietos dejarían de ver la nieve sobre la tundra, la morsa y al Gran Oso Blanco caminar sobre el hielo, o si más allá de cualquier cambio, la sangre fría de su raza dejaría de existir.
Soñó entonces con los hombres de la aldea, pescando en los hoyos de la nieve, mujeres en fogones cocinando y niños felices corriendo sobre la tundra. Soñó con el frío helando sus huesos, aquel ancestral frío de la tatarabuela, su abuela y su madre. Deseaba heredarlo a sus hijos, compartir ese frío con el hombre que había amado toda su vida.
Como mujer de frío y viento, de nieve y aurora, de pieles y hielo quería ser recordada. Ahora ese elemento le abandonaba y sólo le quedaba soñar. Abrió entonces sus oscuros ojos al dejar de escuchar al glaciar precipitandose al vacío, se incorporó y sobre la húmeda hierba se sentó a observar el amplio mar que se erguía enfrente. Algo faltaba en el paisaje que habitualmente estaba acostumbrada a ver, ya no habían paredes blancas, solo bloques de hielo flotando a la deriva. Una extraña sensación de soledad e incertidumbre se confundía con la quietud del lugar.
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