domingo, 20 de mayo de 2012


LA VENGANZA DEL INDIO

Llora el indio entre montículos de piedra. Llora hasta enmudecer. Clama la venida de Cibú y entierra su cuchillo en la hierba, porque su amada ha muerto.

Entre calzadas y caminos que no llevan a ningún lado busca la serpiente asesina. Quiere vengar su dolor. Pronto encuentra que es más fáci esperar la noche, porque el buho le indica la ruta de las víboras.

No se deja intimidar ante el aullido del coyote y el vuelo del murciélago. Sólo la luna ilumina sus pasos por la selva.

Bordea un arroyo, alcanza la cima de una loma y desciende hasta un pequeño valle que se sumerge en la espesura. Lo rastrea todo, ramas, hojas, troncos, e interrumpe de vez en cuado el privado sueño de las alimañas.

El buho canta, él lo escucha, se acerca a su objetivo, puede hasta olerlo.

Se introduce en un tunel de lianas y llega hasta una hondonada. Vuelve a cantar el buho , esta vez más alto. Su presa está cerca; le mide sus huellas: siete, quince pies o más, diez hombres a lo sumo, medidos uno detrás del otro. ¡Es un monstruo!. Es preciso alcanzarlo, despedazarlo, comer de sus entrañas, vomitarlo.

Su bastón escarba la tierra, tantea la oscuridad, ya lo siente, se acerca a él, lo toca con sus manos, lo palpa. Su piel es áspera, lo corta en tres partes, separa su piel, mastica su carne, luego escupe los trozos y grita alto, muy alto, hasta el mismo cielo. La venganza está dada. Cibú puede quedarse en su sitio, no legar a su encuentro.

A lo lejos, el silencio de la noche se confunde por fin con el eco de las olas al precipitarse en la cárcava, mientras las estrellas llenan la bóveda celeste.

Todo es paz, excepto en el corazón de
aquel indio.

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