EL STRADIVARIUS
Abrió la puerta del ático
con miedo a que un animal extraño pegado a una telaraña se le tirara encima. Con
la precaución que le caracterizaba y la linterna en su mano pasó revista por la
habitación, antes de dar el último paso en la escalera para adentrarse en la
pieza. Casi a tientas por la poca luz que le proporcionaba el foco, logró
divisar el botón de encendido de la lámpara. Procedió a prenderla y de repente
la habitación se iluminó, dando lugar a una serie de valijas viejas, muebles
rotos y sábanas blancas que daban a la habitación aspecto de lúgubre panteón de
objetos perdidos.
En un rincón y recostado contra la pared se encontraba el estuche de piel que contenía el viejo Stradivarius del abuelo. Pensó en abrirlo para mirarlo por última vez, tocar sus cuerdas y repasar su bellísima madera laqueada, pero no se atrevió, quería mantenerlo tal como lo había encontrado. Todavía a sus oídos llegaban las bellas melodías que provenían del instrumento y los bailes de gala que solía preparar el anciano, en los que él, todavía muy pequeño aprovechaba para asaltar las mesas preparadas con sabrosos banquetes. Se iba a deshacer de tan preciado objeto pues necesitaba venderlo pronto y utilizar el dinero para enfrentar la crisis económica que en la familia vivían.
Decidió dejar el violín en el ático, al día siguiente lo llevaría a la casa de compra y venta donde de seguro lo cotizarían muy bien y le darían buen dinero. Cerró la portezuela del ático y se fue a dormir. Esa noche hizo más calor que de costumbre y la luna que estaba llena provocó demasiada luz , colándose por los ventanales de la casa. Su esposa seguía dormida, pero él sólo daba vueltas en las sábanas y no lograba conciliar el sueño. Se levantó a tomar agua.
Por los pasillos de la casa, la luz de la luna convertía los objetos en extrañas y difuminadas figuras fantasmagóricas. Él no acostumbraba a prender los bombillos una vez acostado. Al llegar al grifo de la cocina y antes de que decidiera darle vuela a la llave para verter el agua en el vaso, el sonido de una melodiosa , pero a la vez estridente música se metió en sus oídos. Provenía de la parte alta de la casa, del mismo ático que escasas horas atrás había visitado. Asustado soltó de inmediato el vaso que al chocar con el fregadero no se quebró pero derramó el contenido de medio recipiente a llenar. En seguida salió corriendo hasta subir las escaleras, abrió la portezuela y a tientas prendió la lámpara que apenas iluminaba la estancia. El Stradivarius seguía en su lugar, e inmediatamente que abrió la puerta, dejó de sonar la melodía.
La historia se repitió durante siete días. Todas las noches escasamente dormía y al incorporarse la extraña melodía lo aturdía. Era una música que él nunca había oído, melancólica y a la vez estridente. En más de una ocasión despertaba a su esposa para que ella escuchara también la melodía, pero ella lo desmentía diciéndole que no oía nada y se volvía a acurrucar entre las sábanas Se estaba volviendo loco.
Una noche decidió terminar con esta trama así que se aseguró de que todos se hallaran dormidos, esperó a que fuera la una de la madrugada, hora en que la melodía frecuentaba inundar los rincones de la casa y se sentó en la mecedora de la sala a esperar el incidente. Sus ojos se cerraban y abrían de repente ante el menor ruido de la madera al rechinar, o el viento al mover las ramas de encino que durante muchos años permanecía incólume cerca de la barda de amapolas.
De repente y como de costumbre a la precisa hora, la melodía del violín comenzó a provocar la estridencia a la que ya se estaba acostumbrando el insomne. Como una catapulta se levantó inmediato del asiento, dejando la mecedora en un constante balanceo que a la luz de la luna parecía movido por fuerzas sobrenaturales, propias de las películas de terror. Inmediatamente subió las escaleras y respirando cada vez más rápido abrió la portezuela del altillo. Como siempre y a tientas, buscó el interruptor de la luz, sus dedos recorrieron la pared y al tacto logró presionar el rebuscado botón de encendido. Sólo se escuchó el ruido típico al fundirse la resistencia del bombillo, y un destello que dejó la habitación en penumbra, a pesar de que la luna se colaba por la pequeña ventana en forma de rosetón que remataba el techo a dos aguas del ático. Con el miedo en su garganta avanzó a tientas hacia donde se encontraba el violín.
De pronto entre las sombras apareció vestido con harapos un niño rubio y de ojos azules, en su mano derecha llevaba el Stradivarius y en la izquierda el arco de cerda de alazán. Al igual que su abuelo, el niño había muerto a corta edad, pero tuvo la oportunidad de aprender de mano de él algunas melodías sencillas, pero que aún no lograba dominar del todo, de ahí la estridencia en algunos compases. Cuando lo miré observé un rostro triste y suplicante, luego se colocó contra la pared, mirando a un viejo retrato de su abuelo que enmarcado en fino abedul sostenía apenas el vidrio roto que en un tiempo protegió del polvo y la humedad la pintura. De repente detuvo la ejecución del instrumento, y se le quedó mirando fijamente al asombrado visitante, mientras alargaba sus brazos como ofreciéndole entre sus manos el viejo violín. Y como si todo eso fuera un sueño, la habitación se difuminó en una penumbra que cada vez se le alargaba frente a sus ojos.
Se encontró entonces en su cama, abriendo sus ojos lentamente y respirando agitadamente. Como catapultado por un presentimiento aquel quien acababa de vivir tan extraña experiencia, corrió las sábanas y descalzo se dirigió hacia el ático hacia el lugar donde había tenido la visión del niño, debajo de él el Stradivarius permanecía recostado sobre la pared. No estaba seguro si toda esta maraña de acontecimientos sucedieron en realidad o si fue un juego de su imaginación, lo cierto es que algo en su corazón le mostraba que ese día, ni nunca más pensaría en la posibilidad de deshacerse de tan preciada reliquia familiar.
En un rincón y recostado contra la pared se encontraba el estuche de piel que contenía el viejo Stradivarius del abuelo. Pensó en abrirlo para mirarlo por última vez, tocar sus cuerdas y repasar su bellísima madera laqueada, pero no se atrevió, quería mantenerlo tal como lo había encontrado. Todavía a sus oídos llegaban las bellas melodías que provenían del instrumento y los bailes de gala que solía preparar el anciano, en los que él, todavía muy pequeño aprovechaba para asaltar las mesas preparadas con sabrosos banquetes. Se iba a deshacer de tan preciado objeto pues necesitaba venderlo pronto y utilizar el dinero para enfrentar la crisis económica que en la familia vivían.
Decidió dejar el violín en el ático, al día siguiente lo llevaría a la casa de compra y venta donde de seguro lo cotizarían muy bien y le darían buen dinero. Cerró la portezuela del ático y se fue a dormir. Esa noche hizo más calor que de costumbre y la luna que estaba llena provocó demasiada luz , colándose por los ventanales de la casa. Su esposa seguía dormida, pero él sólo daba vueltas en las sábanas y no lograba conciliar el sueño. Se levantó a tomar agua.
Por los pasillos de la casa, la luz de la luna convertía los objetos en extrañas y difuminadas figuras fantasmagóricas. Él no acostumbraba a prender los bombillos una vez acostado. Al llegar al grifo de la cocina y antes de que decidiera darle vuela a la llave para verter el agua en el vaso, el sonido de una melodiosa , pero a la vez estridente música se metió en sus oídos. Provenía de la parte alta de la casa, del mismo ático que escasas horas atrás había visitado. Asustado soltó de inmediato el vaso que al chocar con el fregadero no se quebró pero derramó el contenido de medio recipiente a llenar. En seguida salió corriendo hasta subir las escaleras, abrió la portezuela y a tientas prendió la lámpara que apenas iluminaba la estancia. El Stradivarius seguía en su lugar, e inmediatamente que abrió la puerta, dejó de sonar la melodía.
La historia se repitió durante siete días. Todas las noches escasamente dormía y al incorporarse la extraña melodía lo aturdía. Era una música que él nunca había oído, melancólica y a la vez estridente. En más de una ocasión despertaba a su esposa para que ella escuchara también la melodía, pero ella lo desmentía diciéndole que no oía nada y se volvía a acurrucar entre las sábanas Se estaba volviendo loco.
Una noche decidió terminar con esta trama así que se aseguró de que todos se hallaran dormidos, esperó a que fuera la una de la madrugada, hora en que la melodía frecuentaba inundar los rincones de la casa y se sentó en la mecedora de la sala a esperar el incidente. Sus ojos se cerraban y abrían de repente ante el menor ruido de la madera al rechinar, o el viento al mover las ramas de encino que durante muchos años permanecía incólume cerca de la barda de amapolas.
De repente y como de costumbre a la precisa hora, la melodía del violín comenzó a provocar la estridencia a la que ya se estaba acostumbrando el insomne. Como una catapulta se levantó inmediato del asiento, dejando la mecedora en un constante balanceo que a la luz de la luna parecía movido por fuerzas sobrenaturales, propias de las películas de terror. Inmediatamente subió las escaleras y respirando cada vez más rápido abrió la portezuela del altillo. Como siempre y a tientas, buscó el interruptor de la luz, sus dedos recorrieron la pared y al tacto logró presionar el rebuscado botón de encendido. Sólo se escuchó el ruido típico al fundirse la resistencia del bombillo, y un destello que dejó la habitación en penumbra, a pesar de que la luna se colaba por la pequeña ventana en forma de rosetón que remataba el techo a dos aguas del ático. Con el miedo en su garganta avanzó a tientas hacia donde se encontraba el violín.
De pronto entre las sombras apareció vestido con harapos un niño rubio y de ojos azules, en su mano derecha llevaba el Stradivarius y en la izquierda el arco de cerda de alazán. Al igual que su abuelo, el niño había muerto a corta edad, pero tuvo la oportunidad de aprender de mano de él algunas melodías sencillas, pero que aún no lograba dominar del todo, de ahí la estridencia en algunos compases. Cuando lo miré observé un rostro triste y suplicante, luego se colocó contra la pared, mirando a un viejo retrato de su abuelo que enmarcado en fino abedul sostenía apenas el vidrio roto que en un tiempo protegió del polvo y la humedad la pintura. De repente detuvo la ejecución del instrumento, y se le quedó mirando fijamente al asombrado visitante, mientras alargaba sus brazos como ofreciéndole entre sus manos el viejo violín. Y como si todo eso fuera un sueño, la habitación se difuminó en una penumbra que cada vez se le alargaba frente a sus ojos.
Se encontró entonces en su cama, abriendo sus ojos lentamente y respirando agitadamente. Como catapultado por un presentimiento aquel quien acababa de vivir tan extraña experiencia, corrió las sábanas y descalzo se dirigió hacia el ático hacia el lugar donde había tenido la visión del niño, debajo de él el Stradivarius permanecía recostado sobre la pared. No estaba seguro si toda esta maraña de acontecimientos sucedieron en realidad o si fue un juego de su imaginación, lo cierto es que algo en su corazón le mostraba que ese día, ni nunca más pensaría en la posibilidad de deshacerse de tan preciada reliquia familiar.
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