EL ANDEN VACIO
Lo estuvo esperando tres
horas y él no llegó. Ya el último tren hacia el Atlántico había partido y con él
la última esperanza de huir de las conservadoras costumbres de la época. Había
sido entregada en matrimionio a un comerciante extranjero de origen italiano,
recién llegado a San José, que pertenecía a una de las familias más adineradas
de ese país. Ella de apellido Montealegre, representante de una familia oligarca
que había logrado riquezas con base en la siembra y manufactura del café, era
considerada una de las más bellas damitas de la sociedad capitalina de 1932,
pero ella no deseaba tales nupcias.
Don Marcelo, como se llamaba el italiano, era un hombre demasiado maduro y tosco para las refinadas costumbres de aquella casi mujer de 16 años, la señorita Margarita Montealegre. Ya el corazón de aquella niña pertenecía a José, un joven de escasos 18 años y que había llegado de la región sur del país para trabajar como peón en los cafetales de su adinerado padre. Su origen era humilde, de familia de colonos que a punto de hacha y sudor, voltearon las montañas de San Isidro, abriéndose paso por entre la selva para fundar los primeros poblados de ese inhóspito lugar del país.
Primero comenzó con unas miradas discretas por entre las ramas de café y luego lanzándose el fruto rojo y maduro por entre el sendero de los cafetales, en aquellas tardes soleadas de diciembre, cuando la cosecha invitaba a los recolectores, con sus canastos de mimbre y cabuya a llenar las carretas con cientos de granos.
Una mano rosando la otra y un beso a escondidas detrás de los árboles de poró, fueron el preámbulo para decenas de tardes encontrándose a hurtadillas en cualquiera de las colinas cercanas, plagadas de aquella preciada planta que había dado prestigio y nombre a los Montealegre.
Es por eso que cuando Don Jesús, el padre de Margarita, se sentó una noche a fumar un habano en compañía del italiano y pactado aquel inesperado matrimonio con una taza de café, la esperanza de aquella niña se la llevó el viento alisio que soplaba precisamente en esa época del año.
Inmediatamente que supo la noticia se dirigió a su habitación a llorar desconsoladamente, hasta que los grillos y la luna que alta se encontraba sobre el firmamento la arrullaron en un interminable sueño, interrumpido sólo a las once de la noche por el ulular de la lechuza que acostumbraba a esa hora posarse en los arbustos cercanos. Su canto era triste esta vez, mientras un sentimiento de abandono y abatimiento invadió su roto corazón. Debía hacer algo. Se incorporó a escribir una nota para su amado que al día siguiente mandaría con nana Francisca directamente a sus manos. Lo esperaría en el andén del ferrocarril. Huirían juntos y quizás hasta abordarían un barco que lo llevaría lejos, muy lejos hacia las costas del mismo Mediterraneo, o hacia cualquier isla del Caribe, donde comenzarían una nueva vida.
Pero aquella tarde él no llegó. En circunstancias aún extrañas, el caballo que conducía José se abalanzó contra una cerca, cayendo con todo y jinete. El jóven herido no murió, pero fue conducido en estado muy grave al hospital San Juan de Dios de la capital, donde tuvo una larga y dolorosa recuperación. Se dice que su patrón Don Jesús pagó las costas del internamiento y se aseguró que terminado su estadía en el nosocomio se devolviera a su natal San Isidro; de todos modos ya para ese entonces se le había diagnosticado parálisis en su tronco y piernas, invalidez que arrastraría por el resto de su vida.
Algunas mal intencionadas lenguas, abundantes en la San José de esa época, se atrevieron a decir que Don Jesús convenció al joven de que en tal estado, nadie y mucho menos su hija aceptaría unirse a un un pobre inválido como él, a lo que accedió regresar a sufrir destierro en su natal pueblo, lejos de su amada. Por su parte ella nunca supo las circunstancias por las que él nunca llegó a su encuentro y por las que nunca se le volvió a ver por entre los cafetales. Su padre no quiso dar explicación alguna.
A la pobre Margarita no le quedó más remedio que aceptar un andén vacío, una fría mañana y cientos de hojas secas de higuerón surcar los aires. Diciembre había llegado y con él una partida; la más dolorosa partida que haya sufrido una cándida alma como la suya.
De regreso no le quedó más remedio que aceptar las condiciones de su progenitor. En escasos tres semanas terminó contrayendo nupcias con el rico comerciante italiano.
Todos los lujos que puede dar una vida de abundancia, le fueron otorgadas, pero la felicidad nunca llegó a ella.
Sólo cuando en las tardes frías de verano, aquella triste mujer transitaba cerca de la estación del Atlántico, una lágrima solía caer en el adoquín de aquel andén vacío, lleno a penas por el recuerdo de un amor que nunca fue.
San José, diciembre 14 de 1932.
Don Marcelo, como se llamaba el italiano, era un hombre demasiado maduro y tosco para las refinadas costumbres de aquella casi mujer de 16 años, la señorita Margarita Montealegre. Ya el corazón de aquella niña pertenecía a José, un joven de escasos 18 años y que había llegado de la región sur del país para trabajar como peón en los cafetales de su adinerado padre. Su origen era humilde, de familia de colonos que a punto de hacha y sudor, voltearon las montañas de San Isidro, abriéndose paso por entre la selva para fundar los primeros poblados de ese inhóspito lugar del país.
Primero comenzó con unas miradas discretas por entre las ramas de café y luego lanzándose el fruto rojo y maduro por entre el sendero de los cafetales, en aquellas tardes soleadas de diciembre, cuando la cosecha invitaba a los recolectores, con sus canastos de mimbre y cabuya a llenar las carretas con cientos de granos.
Una mano rosando la otra y un beso a escondidas detrás de los árboles de poró, fueron el preámbulo para decenas de tardes encontrándose a hurtadillas en cualquiera de las colinas cercanas, plagadas de aquella preciada planta que había dado prestigio y nombre a los Montealegre.
Es por eso que cuando Don Jesús, el padre de Margarita, se sentó una noche a fumar un habano en compañía del italiano y pactado aquel inesperado matrimonio con una taza de café, la esperanza de aquella niña se la llevó el viento alisio que soplaba precisamente en esa época del año.
Inmediatamente que supo la noticia se dirigió a su habitación a llorar desconsoladamente, hasta que los grillos y la luna que alta se encontraba sobre el firmamento la arrullaron en un interminable sueño, interrumpido sólo a las once de la noche por el ulular de la lechuza que acostumbraba a esa hora posarse en los arbustos cercanos. Su canto era triste esta vez, mientras un sentimiento de abandono y abatimiento invadió su roto corazón. Debía hacer algo. Se incorporó a escribir una nota para su amado que al día siguiente mandaría con nana Francisca directamente a sus manos. Lo esperaría en el andén del ferrocarril. Huirían juntos y quizás hasta abordarían un barco que lo llevaría lejos, muy lejos hacia las costas del mismo Mediterraneo, o hacia cualquier isla del Caribe, donde comenzarían una nueva vida.
Pero aquella tarde él no llegó. En circunstancias aún extrañas, el caballo que conducía José se abalanzó contra una cerca, cayendo con todo y jinete. El jóven herido no murió, pero fue conducido en estado muy grave al hospital San Juan de Dios de la capital, donde tuvo una larga y dolorosa recuperación. Se dice que su patrón Don Jesús pagó las costas del internamiento y se aseguró que terminado su estadía en el nosocomio se devolviera a su natal San Isidro; de todos modos ya para ese entonces se le había diagnosticado parálisis en su tronco y piernas, invalidez que arrastraría por el resto de su vida.
Algunas mal intencionadas lenguas, abundantes en la San José de esa época, se atrevieron a decir que Don Jesús convenció al joven de que en tal estado, nadie y mucho menos su hija aceptaría unirse a un un pobre inválido como él, a lo que accedió regresar a sufrir destierro en su natal pueblo, lejos de su amada. Por su parte ella nunca supo las circunstancias por las que él nunca llegó a su encuentro y por las que nunca se le volvió a ver por entre los cafetales. Su padre no quiso dar explicación alguna.
A la pobre Margarita no le quedó más remedio que aceptar un andén vacío, una fría mañana y cientos de hojas secas de higuerón surcar los aires. Diciembre había llegado y con él una partida; la más dolorosa partida que haya sufrido una cándida alma como la suya.
De regreso no le quedó más remedio que aceptar las condiciones de su progenitor. En escasos tres semanas terminó contrayendo nupcias con el rico comerciante italiano.
Todos los lujos que puede dar una vida de abundancia, le fueron otorgadas, pero la felicidad nunca llegó a ella.
Sólo cuando en las tardes frías de verano, aquella triste mujer transitaba cerca de la estación del Atlántico, una lágrima solía caer en el adoquín de aquel andén vacío, lleno a penas por el recuerdo de un amor que nunca fue.
San José, diciembre 14 de 1932.
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