EL FOSIL
Lo tomó entre sus manos,
como si hubiera hallado un tesoro invaluable. Era una bella huella de una concha
marina del Pleistoceno grabada sobre una roca de cal.
Lo maravilloso era que se encontraba a más de dos mil metros de altura y a ciento sesenta kilómetros de la costa más cercana. En una tarde soleada de un invierno tropical que aún no acababa, en el paralelo 9,65 grados de latitud norte y 83,74 de longitud oeste, un grupo de jóvenes expedicionarios de secundaria rebuscaban en una excavación restos fósiles en una cantera de piedra caliza en el legendario Valle de Orosi, de la provincia de Cartago, Costa Rica.
Qué bueno era escuchar en forma simultánea como los muchachos iban gritando al viento:
-¡Aquí hay uno!.
-¡Uy éste es enorme!.
Uno a uno se regocijaban con la idea de tener en sus manos restos de depósitos marinos tan antiguos como la historia geológica de su país. Y es que después de caminar por un camino de piedra, entre potreros arbolados y con el viento a sus espaldas, esa turba de estudiantes provenientes de la capital se asombraba al descubrir que sobre la colina que tenían al frente, el mismo mar se les acercaba; uno tan milenario que después de levantamientos simultáneos había formado el suelo que pisaban y que arrastraba consigo restos de animales de épocas antiguas, estudiadas en clase, días atrás.
Esa tarde desde su atalaya consistente en un peñón que sobresalía sobre las demás estructuras calcáreas del lugar, el maestro logró observar con asombro cómo esos muchachos lograban interiorizar sus clases de geografía y cómo en sus rostros sobresalía la alegría natural de los niños al descubrir algo nuevo.
De vez en cuando, uno que otro estudiante se le acercaba para enseñarle su recién hallazgo, con la esperanza de que le ofreciera una sonrisa de aprobación o disertara sobre las características del hallazgo encontrado. Para él era un placer verlos partir en busca de más especimenes con su rostro iluminado por la alegría de redescubrir el mundo.
De nuevo en su atalaya bien acomodado en la roca se sentía como un águila que desde las alturas observaba todo a su alrededor. En un instante pudo divisar cómo los chicos escarbaban con sus manos las abundantes piedras, otros con mazos quebraban las rocas más grandes y cómo algunos eran simples espectadores. Es cuando, dirigiendo su mirada hacia un sitio más apartado, se dio cuenta de que uno de sus estudiantes, el más tímido de la clase, se encontraba totalmente apartado del resto de sus compañeros, apenas sentado sobre una saliente de la base de la cárcava. Lo vio en actitud compungida, casi triste. Apenas no hacía otra cosa que lanzar pequeñitas piedras sobre una gran risco que se alzaba hacia el costado suyo.
Preocupado, el maestro bajó del lugar donde estaba y se dirigió a él, pero antes de que uno cuantos metros lo separaran del muchacho, observó que uno de los jóvenes que formaba parte del grupo de acercó a su igual y le dijo las siguientes palabras:
-Toma Juan te regalo ésta, yo ya tengo muchas.
-Pero no te molestes, yo todavía no he encontrado ni uno, pero te vas a quedar sin éste que está muy bueno.
-No, no hay problema, toma y guárdalo?
Se trataba de un bello espécimen de ostra de dos valvas, finamente talladas por la naturaleza y conservadas en forma intacta.
Juan le devolvió a su amigo una gran sonrisa de agradecimiento que iluminó más que el sol de esa tarde.
El maestro comprendió ese día que al igual que un fósil, hay valores que perduran milenios y ellos serán siempre la amistad y el amor, y al igual que las huellas de un pasado remoto encontradas por esa turba de estudiantes, esos valores quedarán impregnadas siempre en la mente de las almas buenas.
Lo maravilloso era que se encontraba a más de dos mil metros de altura y a ciento sesenta kilómetros de la costa más cercana. En una tarde soleada de un invierno tropical que aún no acababa, en el paralelo 9,65 grados de latitud norte y 83,74 de longitud oeste, un grupo de jóvenes expedicionarios de secundaria rebuscaban en una excavación restos fósiles en una cantera de piedra caliza en el legendario Valle de Orosi, de la provincia de Cartago, Costa Rica.
Qué bueno era escuchar en forma simultánea como los muchachos iban gritando al viento:
-¡Aquí hay uno!.
-¡Uy éste es enorme!.
Uno a uno se regocijaban con la idea de tener en sus manos restos de depósitos marinos tan antiguos como la historia geológica de su país. Y es que después de caminar por un camino de piedra, entre potreros arbolados y con el viento a sus espaldas, esa turba de estudiantes provenientes de la capital se asombraba al descubrir que sobre la colina que tenían al frente, el mismo mar se les acercaba; uno tan milenario que después de levantamientos simultáneos había formado el suelo que pisaban y que arrastraba consigo restos de animales de épocas antiguas, estudiadas en clase, días atrás.
Esa tarde desde su atalaya consistente en un peñón que sobresalía sobre las demás estructuras calcáreas del lugar, el maestro logró observar con asombro cómo esos muchachos lograban interiorizar sus clases de geografía y cómo en sus rostros sobresalía la alegría natural de los niños al descubrir algo nuevo.
De vez en cuando, uno que otro estudiante se le acercaba para enseñarle su recién hallazgo, con la esperanza de que le ofreciera una sonrisa de aprobación o disertara sobre las características del hallazgo encontrado. Para él era un placer verlos partir en busca de más especimenes con su rostro iluminado por la alegría de redescubrir el mundo.
De nuevo en su atalaya bien acomodado en la roca se sentía como un águila que desde las alturas observaba todo a su alrededor. En un instante pudo divisar cómo los chicos escarbaban con sus manos las abundantes piedras, otros con mazos quebraban las rocas más grandes y cómo algunos eran simples espectadores. Es cuando, dirigiendo su mirada hacia un sitio más apartado, se dio cuenta de que uno de sus estudiantes, el más tímido de la clase, se encontraba totalmente apartado del resto de sus compañeros, apenas sentado sobre una saliente de la base de la cárcava. Lo vio en actitud compungida, casi triste. Apenas no hacía otra cosa que lanzar pequeñitas piedras sobre una gran risco que se alzaba hacia el costado suyo.
Preocupado, el maestro bajó del lugar donde estaba y se dirigió a él, pero antes de que uno cuantos metros lo separaran del muchacho, observó que uno de los jóvenes que formaba parte del grupo de acercó a su igual y le dijo las siguientes palabras:
-Toma Juan te regalo ésta, yo ya tengo muchas.
-Pero no te molestes, yo todavía no he encontrado ni uno, pero te vas a quedar sin éste que está muy bueno.
-No, no hay problema, toma y guárdalo?
Se trataba de un bello espécimen de ostra de dos valvas, finamente talladas por la naturaleza y conservadas en forma intacta.
Juan le devolvió a su amigo una gran sonrisa de agradecimiento que iluminó más que el sol de esa tarde.
El maestro comprendió ese día que al igual que un fósil, hay valores que perduran milenios y ellos serán siempre la amistad y el amor, y al igual que las huellas de un pasado remoto encontradas por esa turba de estudiantes, esos valores quedarán impregnadas siempre en la mente de las almas buenas.
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