sábado, 28 de enero de 2012



La Pluma del Halcón

Yo,  Sr William Nadeous, caballero real de la Casa de las Almenas, escribo con esta pluma de halcón mi epitafio, recordando con ello todo lo que en vida realicé:
De joven escalé las montañas más altas del mundo, pero nunca dejaron de ser tan altas mis ambiciones por proteger la justicia, los valores y las buenas costumbres.

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Peleé las peores batallas, donde la sangre corrio por los campos y perdí mis más queridos compañeros. La vida me enseñó que la vida misma es una constante batalla donde sobreviven los más fuertes, pero que no debemos lograr el éxito mancillando la dignidad de los demás.

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Obtuve fama y fortuna, pero esas dádivas de la vida no fueron sino lastres que detuvieron mis alas para encontrar lo etereo y sutil que fue haber hallado en las celdas de mi alma la Gracia Divina, por eso al final de mis días abandono mis riquezas materiales, las dono a los aldeanos, para declararme rico pero en espíritu. Soy rico al fin porque encontré el rostro de mi Señor.

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Comí de los mejores manjares que puedan existir en este mundo, pero nunca se podrá comparar con el cuerpo y la sangre consagrados en el altar durante todas las misas del mundo.

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Tuve momentos de gloria, por mi posición, tuve la fama de ser el mejor escudero del reino, el mejor caballero protector de niños, adultos y ancianos, lo que me convirtió en un héroe. La fama no me interesó nunca, pero sí mis servicios prestados a toda esa gente. Siempre estuve del lado de los más indefensos, los más necesitados.

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Fuí dueño de grandes feudos, con campos de cultivos enormes, molinos para procesar el trigo, cotos de caza y hermosos castillos, pero nada de eso me hizo feliz, sólo la alegría de un niño al verlo jugar en mis campos, las flores renaciendo después de una lluvia o las hojas al vuelo en una tarde de verano. Heredo a mis hijos mis feudos así como las riquezas naturales que en ellas encierran, para que sus ojos puedan ver la mano de Dios en cada planta, cada tronco cada arroyuelo de mis terrenos que ahora son suyos.

Muero a esta vida, pero renazco en cada pétalo, cada mariposa y cada ave de mi heredad.
La luz se apaga, mis ojos se cierran, me entrego a los sutiles brazos de mi Señor, espero haber cumplido mi misión en esta tierra, haberla cambiado, mejorado en algo, aunque sea en la idea de perpetuar mi legado en manos de otros que piensan igual que yo...

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Después de estampar su rúbrica sobre aquel amarillento papel y envuelto luego en un recipiente de cuero, lo entregó a su hombre de confianza. El caballero tomó la pluma de halcón y se dirigió a la capilla del castillo a orar. Se inclinó frente al altar y la depositó sobre la superficie de mármol. Recordó la promesa que había hecho a Dios, que en sus últimos momentos le devolvería lo que Él le había regalado, aquella tarde tormentosa en que pidió un milagro al cielo, y por gracia divina una pluma de Halcón cayó en sus manos. Era la señal que él pedía. A lo largo de su vida, con ésta firmaría decretos y cartas que lo harían un hombre de bien, siempre dado a entregar sus bienes para el que más los necesitara.

En la mañana, el sol se filtró por entre los vitrales de aquella vieja capilla iluminando un cuerpo ya inerte sobre las gradas del altar y una pluma de halcón sobre su superficie.

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