EL SECRETO DE LA BOLSITA AZUL
Solía ver muy a menudo a un viejecito harapiento y sucio que apretaba fuertemente contra su pecho una bolsita de tela azul, la cual estaba amarrada a su roída camisa con un trozo de cuerda.
Todos los días lo veía pasar delante de mi casa y me preguntaba ¿qué contendría tan misteriosa bolsita? Una mañana muy fría y lluviosa, el acostumbrado anciano ceremoniosamente volvió a pasar frente a la ventana que daba a mi habitación. Sin más miramientos, salté de la cama, interrumpiendo el sueño de mi esposa; la que apenas me miró, se volvió a acurrucar entre las mantas. Me abrigué lo más que pude y tomando un paraguas, salí a la calle al encuentro del anciano.
Caminaba muy lentamente y la lluvia se resbalaba entre las mejillas, las cuales se le descolorearon al mezclarse el agua con el hollín que traía. Lo tapé con mi paraguas sin que perturbara ni en lo más mínimo el andar taciturno de aquel septuagenario.
Con voz dudosa y temblando más por la expectativa que del frío de la mañana, intenté cruzar con el viejo unas cuantas palabras, sin ningún resultado.
Doblamos la esquina que nos conducía a una bocacalle en donde el asfalto se interrumpía y daba paso a una calzada de piedra suelta y arena. Trataba de seguirle su mismo paso, pero caminaba yo más rápido que él, así que intenté coordinar mi andar de tal forma que pudiera sincronizarme con sus lentos movimientos. Al fin lo logre; para entonces ya habíamos cruzado el pedregal y no introducíamos a un terreno baldío lleno de cardos y otras malas hierbas. Recuerdo que por cierto me pinché en repetidas ocasiones y con la humedad de la mañana mis pantalones de dormir quedaron empapados. Molesto en cierta medida de que el anciano no me dirigiera ni una sola palabra, mi subconsciente me recordó porqué estaba allí. Debía preguntarle qué contendría esa misteriosa bolsita, pero a la vez mi mente me cuestionaba: ¿Qué estaba haciendo yo a las seis de la mañana de un domingo, fuera de la cama; y peor en medio de ninguna parte, mojado hasta los ruedos, entre espinas y picado de mosquitos?.
Y el anciano seguía ensimismado y su caminar se hacía cada vez más rápido. Trató de vadear un arroyo hasta que encontró el punto de apoyo necesario para llegar a la otra orilla. Esquivó una pila de basura acumulada y saltó sobre unos troncos viejos. Finalmente se sentó en una peña que la mano divina de la naturaleza le había dado forma de sillón. Sacó entonces de su bolsillo una vieja pipa y se dispuso a fumar. Yo que le seguía a unos cuantos pasos no dejaba de maldecir la hora en que se me había ocurrido acompañarlo; hasta que me detuve jadeando y le miré.
Parecía adivinar mis intenciones, y cuando iba a hacerle la pregunta esperada, levantó su frente y se adelantó pronunciado apenas:
-¿Qué contiene adentro? Unas simples semillas.
Yo que no acababa de abrir mi boca, sólo me quedó exhalar el aire retenido que necesitaba para hacerle la muy ansiada pregunta. Entonces me quedé en silencio.
-Son traídas de Tierra Santa y son de la familia de las moráceas, aquellas mismas que pertenecieron al árbol de higo, el que con sólo mirar, Jesús maldijo y secó.
-¿Me va a decir usted que he despertado tan temprano y he atravesado estas inmensidades sólo para descubrir que en esa sucia bolsa lleva apenas un puñado de semillas de higo?. Debo estar loco al igual que usted por seguirlo hasta aquí sólo por ver unas insignificantes semillas. Mejor hubiera seguido durmiendo toda la mañana.
-¡Bueno!, respondió el anciano. Yo no le dije que me siguiera. Por cierto, muchas gracias por acompañarme hasta aquí con su paraguas, tengo gripe y la lluvia me hace daño. En cuanto a esas insignificantes semillas como usted las califica, representan para mí lo único de valor que poseo, pues me recuerdan a diario que todo árbol puede dar buen fruto si éste se cuida apropiadamente.
Esta simiente pertenece, como le he dicho, al mismo árbol que Jesús, el del Nuevo Testamento, con su poder secó. Lo único que no está escrito es que momentos antes de suceder ese milagro, el árbol en su último esfuerzo por perpetuarse, produjo un pequeño fruto, que al secar cayó al suelo. Unos pastores que estaban ahí cerca, y que fueron testigos de aquel fenómeno lograron rescatar el fruto y extraer sus semillas. A lo largo de siglos, diversos mercaderes guardaron cautelosamente aquel secreto en esta bolsita de tela color azul, aromatizada con sustancias especiales que las han preservado de las faenas del tiempo. Las he tenido en mis manos desde pequeño, desde que mi padre se las compró a un vendedor de hierbas en uno de sus viajes que hizo al medio oriente.
Hoy sólo me quedan unos cuantos días de vida, estoy desahuciado, pues el doctor que me atendía en la Clínica de beneficencia me dio un plazo muy corto de vida. Por eso antes de morir escapé de aquel hospicio y desde entonces he buscado un lugar preciso para morir. Ya lo encontré; es éste: hay suficiente luz, aire y agua, los elementos fundamentales de la vida, para que mis semillas puedan germinar hasta convertirse en grandes higueras que más tarde darán fruto.
Aquella extraña historia perturbó no sé que parte de mi conciencia, recordándome aquellas inconclusas obras que no terminé y aquellas que debía emprender. En esa mañana fría de invierno, frente a aquel anciano mi vida se volcaba en un instante, como cuando mi gato derramaba la leche en el suelo, o como cuando el viento se colaba furioso por las rendijas de la puerta en las noches de mi infancia y me hacía temblar de miedo.
En aquel preciso instante en que todo tomaba sentido, unas cuantas semillas me hablaban con la verdad y me hacían comprender mi papel en esta Tierra, mi deber con los míos y mis proyectos por concluir. Era yo la semilla que no había germinado, era el árbol que no había dado fruto. Era el tronco seco y sin vida que inerte miraba al cielo pidiendo a gritos humedad, descanso, paz.
Me sentí entonces vacío, hueco, sólo.
El viejo no dejaba de mirarme mientras en mi silencio asimilaba todas estas cosas. Éramos dos almas solitarias y compartíamos el mismo secreto. Teníamos el viento a nuestras espaldas y el frío de la mañana en frente. Sólo oíamos el trinar de algún olvidado gorrioncillo y esperábamos a que alguno se decidiera a romper ese silencio.
¡Toma!, - terminó por hablar el anciano-. Ahora que conoces mi secreto, encárgate tu mismo de sembrarlas, yo ya ni tengo fuerzas para ponerme de pie.
Rápidamente tomé la bolsita azul y esparcí lo más que pude aquellas semillas por todo el lugar, recordando a la vez que caían las perlitas, mis años perdidos, mis amigos olvidados y mis horas de aburrimiento en mi adolescencia.
Absorto estaba en esas cavilaciones cuando no reparé en observar que me encontraba completamente sólo. La peña que hasta hacía poco servía de asiento al misterioso viejecillo había desaparecido junto con él. El lugar se tornaba yermo, no había nadie; sólo el viento y la lluviecilla necia seguían siendo el marco de aquella extraña mañana. No dejé de dirigir mi mirada a todos lados en busca de aquel hombre. No lo encontré y ya para entonces la vieja bolsita estaba vacía. Únicamente en el fondo quedaba apenas una última semilla, aquella que dejé ahí mismo y que al igual que aquella misteriosa bolsita color azul guardo hasta hoy. Y les aseguro que el que lee este relato, no me cree pero, desde aquel día mi vida cambió para siempre.
Todos los días lo veía pasar delante de mi casa y me preguntaba ¿qué contendría tan misteriosa bolsita? Una mañana muy fría y lluviosa, el acostumbrado anciano ceremoniosamente volvió a pasar frente a la ventana que daba a mi habitación. Sin más miramientos, salté de la cama, interrumpiendo el sueño de mi esposa; la que apenas me miró, se volvió a acurrucar entre las mantas. Me abrigué lo más que pude y tomando un paraguas, salí a la calle al encuentro del anciano.
Caminaba muy lentamente y la lluvia se resbalaba entre las mejillas, las cuales se le descolorearon al mezclarse el agua con el hollín que traía. Lo tapé con mi paraguas sin que perturbara ni en lo más mínimo el andar taciturno de aquel septuagenario.
Con voz dudosa y temblando más por la expectativa que del frío de la mañana, intenté cruzar con el viejo unas cuantas palabras, sin ningún resultado.
Doblamos la esquina que nos conducía a una bocacalle en donde el asfalto se interrumpía y daba paso a una calzada de piedra suelta y arena. Trataba de seguirle su mismo paso, pero caminaba yo más rápido que él, así que intenté coordinar mi andar de tal forma que pudiera sincronizarme con sus lentos movimientos. Al fin lo logre; para entonces ya habíamos cruzado el pedregal y no introducíamos a un terreno baldío lleno de cardos y otras malas hierbas. Recuerdo que por cierto me pinché en repetidas ocasiones y con la humedad de la mañana mis pantalones de dormir quedaron empapados. Molesto en cierta medida de que el anciano no me dirigiera ni una sola palabra, mi subconsciente me recordó porqué estaba allí. Debía preguntarle qué contendría esa misteriosa bolsita, pero a la vez mi mente me cuestionaba: ¿Qué estaba haciendo yo a las seis de la mañana de un domingo, fuera de la cama; y peor en medio de ninguna parte, mojado hasta los ruedos, entre espinas y picado de mosquitos?.
Y el anciano seguía ensimismado y su caminar se hacía cada vez más rápido. Trató de vadear un arroyo hasta que encontró el punto de apoyo necesario para llegar a la otra orilla. Esquivó una pila de basura acumulada y saltó sobre unos troncos viejos. Finalmente se sentó en una peña que la mano divina de la naturaleza le había dado forma de sillón. Sacó entonces de su bolsillo una vieja pipa y se dispuso a fumar. Yo que le seguía a unos cuantos pasos no dejaba de maldecir la hora en que se me había ocurrido acompañarlo; hasta que me detuve jadeando y le miré.
Parecía adivinar mis intenciones, y cuando iba a hacerle la pregunta esperada, levantó su frente y se adelantó pronunciado apenas:
-¿Qué contiene adentro? Unas simples semillas.
Yo que no acababa de abrir mi boca, sólo me quedó exhalar el aire retenido que necesitaba para hacerle la muy ansiada pregunta. Entonces me quedé en silencio.
-Son traídas de Tierra Santa y son de la familia de las moráceas, aquellas mismas que pertenecieron al árbol de higo, el que con sólo mirar, Jesús maldijo y secó.
-¿Me va a decir usted que he despertado tan temprano y he atravesado estas inmensidades sólo para descubrir que en esa sucia bolsa lleva apenas un puñado de semillas de higo?. Debo estar loco al igual que usted por seguirlo hasta aquí sólo por ver unas insignificantes semillas. Mejor hubiera seguido durmiendo toda la mañana.
-¡Bueno!, respondió el anciano. Yo no le dije que me siguiera. Por cierto, muchas gracias por acompañarme hasta aquí con su paraguas, tengo gripe y la lluvia me hace daño. En cuanto a esas insignificantes semillas como usted las califica, representan para mí lo único de valor que poseo, pues me recuerdan a diario que todo árbol puede dar buen fruto si éste se cuida apropiadamente.
Esta simiente pertenece, como le he dicho, al mismo árbol que Jesús, el del Nuevo Testamento, con su poder secó. Lo único que no está escrito es que momentos antes de suceder ese milagro, el árbol en su último esfuerzo por perpetuarse, produjo un pequeño fruto, que al secar cayó al suelo. Unos pastores que estaban ahí cerca, y que fueron testigos de aquel fenómeno lograron rescatar el fruto y extraer sus semillas. A lo largo de siglos, diversos mercaderes guardaron cautelosamente aquel secreto en esta bolsita de tela color azul, aromatizada con sustancias especiales que las han preservado de las faenas del tiempo. Las he tenido en mis manos desde pequeño, desde que mi padre se las compró a un vendedor de hierbas en uno de sus viajes que hizo al medio oriente.
Hoy sólo me quedan unos cuantos días de vida, estoy desahuciado, pues el doctor que me atendía en la Clínica de beneficencia me dio un plazo muy corto de vida. Por eso antes de morir escapé de aquel hospicio y desde entonces he buscado un lugar preciso para morir. Ya lo encontré; es éste: hay suficiente luz, aire y agua, los elementos fundamentales de la vida, para que mis semillas puedan germinar hasta convertirse en grandes higueras que más tarde darán fruto.
Aquella extraña historia perturbó no sé que parte de mi conciencia, recordándome aquellas inconclusas obras que no terminé y aquellas que debía emprender. En esa mañana fría de invierno, frente a aquel anciano mi vida se volcaba en un instante, como cuando mi gato derramaba la leche en el suelo, o como cuando el viento se colaba furioso por las rendijas de la puerta en las noches de mi infancia y me hacía temblar de miedo.
En aquel preciso instante en que todo tomaba sentido, unas cuantas semillas me hablaban con la verdad y me hacían comprender mi papel en esta Tierra, mi deber con los míos y mis proyectos por concluir. Era yo la semilla que no había germinado, era el árbol que no había dado fruto. Era el tronco seco y sin vida que inerte miraba al cielo pidiendo a gritos humedad, descanso, paz.
Me sentí entonces vacío, hueco, sólo.
El viejo no dejaba de mirarme mientras en mi silencio asimilaba todas estas cosas. Éramos dos almas solitarias y compartíamos el mismo secreto. Teníamos el viento a nuestras espaldas y el frío de la mañana en frente. Sólo oíamos el trinar de algún olvidado gorrioncillo y esperábamos a que alguno se decidiera a romper ese silencio.
¡Toma!, - terminó por hablar el anciano-. Ahora que conoces mi secreto, encárgate tu mismo de sembrarlas, yo ya ni tengo fuerzas para ponerme de pie.
Rápidamente tomé la bolsita azul y esparcí lo más que pude aquellas semillas por todo el lugar, recordando a la vez que caían las perlitas, mis años perdidos, mis amigos olvidados y mis horas de aburrimiento en mi adolescencia.
Absorto estaba en esas cavilaciones cuando no reparé en observar que me encontraba completamente sólo. La peña que hasta hacía poco servía de asiento al misterioso viejecillo había desaparecido junto con él. El lugar se tornaba yermo, no había nadie; sólo el viento y la lluviecilla necia seguían siendo el marco de aquella extraña mañana. No dejé de dirigir mi mirada a todos lados en busca de aquel hombre. No lo encontré y ya para entonces la vieja bolsita estaba vacía. Únicamente en el fondo quedaba apenas una última semilla, aquella que dejé ahí mismo y que al igual que aquella misteriosa bolsita color azul guardo hasta hoy. Y les aseguro que el que lee este relato, no me cree pero, desde aquel día mi vida cambió para siempre.
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