jueves, 19 de enero de 2012

LA LAPIDA DEL QUIEN NO QUIZO MORIR


Acabo de darme cuenta de nuevo de que morí, porque en mi lápida está inscrito mi nombre con mi fecha de nacimiento y de defunción, respectivamente. Además recuerdo que Adelaida, mi novia fiel, me trajo el día de los difuntos un ramillete de claveles rojos y blancos, en perfecta combinación. Ese día se apresuró a limpiar mi tumba y encalar la hermosa cruz de cemento que coronaba el extremo superior del monolito.

Es extraño pero llevo ya tres años de enterrado y aunque mi cuerpo putrefacto fue dando paso a mis blancos huesos, no he dejado de sentirme incómodo con la idea de que no me siento ¡tan muerto como quisiera!. Y es que cada vez que intentaba mi alma, - si es que de eso se trata estar muerto”- salir a la entrada principal del cementerio, y huir de ese campo santo, una fuerza sobrenatural me enviaba de regreso a mi lápida. Entonces me veía con el traje que por último me vistieron para salir de viaje al arcano, eso sí, empapado del rocío de la mañana, pues en ese ir y venir al pórtico principal, transcurría toda la santa noche.

Ya estaba cansado de bregar con ese fenómeno que ni yo mismo entendía, cuando de repente en una noche, el vecino de la tumba de al lado, Don Ricardo un caballero de sombrero de copa y frac, de esos que solo en las películas de cine se ven y que por su nauseabundo olor infería que ya hacía tiempo había muerto, se me acercó y con los modales propios de principios de siglo, me persuadió de que dejara de intentar huir de ese sitio, porque el destino ya lo había sentenciado a esa suerte. Lo que si debía; según él, era tratar de socializar con el resto de la comunidad de difuntos que durante los tres años de permanencia en el lugar intentaban entablar amistad conmigo.
“¡Oiga!, -le respondí a él-, qué difícil es aceptar que estoy muerto..., porque según yo, tenía muchas cosas que realizar aún en vida. Mi proyecto de terminar mis estudios, contraer matrimonio con Adelaida, mi enamorada novia, viajar al extranjero y comerme la vida a montones, porque si de algo estaba seguro es que era un enamorado de la vida, y por mi muerte tan repentina, en manos de un asaltante, todos mis planes quedaron truncados".

Aprovechando la confianza que me generaba aquel extraño hombre, le pregunté por qué cada vez que daba un paso fuera de aquella ciudad de los muertos, algo o alguien me devolvía a la escena de la lápida con la inscripción de mi nombre.

Con gran costo; Don Ricardo, aquel viejo mohoso vestido de frac, logró sentarse sobre su propia tumba y mientras acomodaba su redondo monóculo sobre su ojo izquierdo, me dijo con un aire un tanto malhumorado que los designios de Dios son incuestionables y que más bien debía resignarme a mi destino.



Me contó de su vida y como él era un comerciante dedicado al negocio del azúcar quien comerciaba por casi todo el Cono Sur, pero que por estar tan ocupado, nunca tuvo tiempo para enamorarse y al momento de su muerte, no había dejado hijos que heredaran su fortuna, ni las enseñanzas de un padre.  Sólo y en la cama de un hospital había muerto de paludismo en los tiempos en que no había cura para esa enfermedad.  De sus labios conocí las formas en que se industrializaba y comerciaba los cristales de azúcar en esa época y la forma de obtener fuertes sumas a base de especulación y explotación de sus empleados, y de los innumerables viajes entre el viejo y el nuevo mundo, solo con el fin de aumentar sus ganancias.  En ningún momento me relató de los bellos paisajes que visitó, de la gente amable que conoció o de los azules mares surcados; más bien denotaba en su hablar, que esos detalles no eran nada importantes para él, opacados  sólo por el hecho de obtener ganancias netas. Lo cierto es que conversamos toda aquella noche, y al filo del alba, cuando los cocuyos dejaron de llenar el aire nocturno con sus melancólicos gorjeos  y los autillos volvieron a sus nidos cansados de cazar pequeños ratones, me despedí de tan amena y aleccionante charla. 

Entendí entonces que durante esos tres años, mi alma vagaba por entre cruces y lápidas derruidas porque no había aceptado que en vida, mi indecisión y falta de valor me llevaron a no terminar mis proyectos, a no consumir el amor entre Adelaida y yo y a postergar para un después lo que debía hacer inmediatamente.  Reflexioné además que los humanos pasamos la vida preocupados por tantas vanalidades que no damos tiempo al corazón para amar, ayudar al más necesitado, mirar la belleza de una puesta de sol o encontrar en el silencio la voz misma de Dios.  Debía entonces hacer algo para dejar por escrito lo aprendido esa noche, dejar un legado a los que se atrevieran surcar ese cementerio. 

Antes de que los primeros rayos del astro rey asomaran por entre los cipresales que rodeaban aquel campo santo, me apresté a  tallar sobre mi lápida dos de las máximas aprendidas de labios de mi difunto pero vivo compañero: 
-“La vida es corta, no dejes que la muerte te alcance para darte cuenta de que perdiste el tiempo sin hacer nada útil” y

-“La vida es tan extensa como grandes son tus sueños”

Desde ese día no volví a vagar por aquel desolado cementerio y decidí descansar para siempre.



Gibraltar, cementerio de la batalla de Trafalgar, enterramiento



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