
FRUTO ETERNO
Veo desde abajo la cruz de un hombre hecho piltrafa, sangrando hasta inundar los surcos que la lluvia horada, convertir en rojas los azahares de los arbustos cercanos, colorear la tarde y hacerla enrojecer. Luego seca el viento las lágrimas de los que le miran y la escarlata esencia de la vida se convierte en pintura eterna sobre el madero que sostiene al humillado.
Extraigo de mi bolsillo un raído pañuelo y seco mi frente para darme cuenta luego que no es sudor lo que corre por ella, es la viva sangre del sacrificado que con la lluvia se confunde y cae sobre mi pelo.
Suben las colinas multitudes de gente ansiosa en busca de las copiosas gotas, que como si fuese rebosante manantial, la cruz le proporciona. Y me entrego entonces al silencio de aquel paraje inhóspito que hace más de dos milenios acompaña al hombre.
Una oración llega luego para quedarse dormida en mis racionales pensamientos, y aquel hombre hecho piltrafa se desprende de su suplicio, se viste de blanco lino y se acerca a mis oídos. Me susurra una palabra; es poco lo que entiendo. Señalo a aquella cruz, ya no es un simple madero. En "Árbol de la vida" se ha convertido y entre sus frondosas ramas cuelga aquel pañuelo con el que enjugué mi frente. Me sorprendo anonadado, pues sobre su textura blanca de un rojo intenso mi nombre está escrito. ¡Soy ahora fruto eterno!
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