El lugar de los vientos eternos era un pueblo enclavado en las montañas donde durante todo el año no hacían tregua las fuertes ráfagas provenientes del norte y que se desaparecían en las lejanas costas que en lontananza daban al pacífico.
Se decía que era un pueblo de mineros y que durante principios de siglo XX, miles de pepitas de oro enriquecieron a los coligalleros que llegaban a probar suerte a ese apartado lugar.
En la época de verano un viento frío proveniente de las regiones boreales bajaba de las alturas y sacudía con fuerza las ramas de los cedros, jiñocuabes y poros que plagaban las laderas cercadas del lugar y dispersaban las semillas de diente de león y roble sabana por todo lado, hasta convertir el aire en una fiesta de plumones blanquecinos en la atmósfera.
Se dice que cuando las compañías mineras abandonaron el sitio, el pueblo quedó totalmente desierto. Sólo unos cuantos ermitaños se quedaron viviendo en cabañas derruidas donde la polilla y el polvo cubrían los escasos cacharros que conservaban.
Este pueblo había adquirido también fama pues en los últimos años cientos de personas llegaban a derramar lágrimas que según algunos, el fuerte viento se las llevaba, después del cual todas las tristezas y males sufridos desaparecían.
Muchos, después de haber sufrido muertes de algún familiar, rupturas amorosas o traumas infantiles, llegaban al pueblo y sobre algunas de sus colinas lloraban amargamente sus penas. Después de que aquel fuerte viento secara sus mejillas se sentían aliviados y regresaban a casa totalmente sanados.
Es por eso que después de conducir por más de 6 horas y atravesar el país desde el extremo sur, aquella mujer de rostro demacrado y mirada triste llegó a los linderos del pueblo donde un endeble letrero clavado sobre un poste de madera cuya leyenda decía: "Lugar de los vientos eternos" le recordaba que el viaje había terminado.
Con el viento corriendo por su cara, sus pies descalzos sintiendo la humedad de la hierba, una sublime paz se adueñó de su corazón, mientras el fuerte viento se llevaba en algún descuidado plumón las últimas lágrimas de su pena.
Se decía que era un pueblo de mineros y que durante principios de siglo XX, miles de pepitas de oro enriquecieron a los coligalleros que llegaban a probar suerte a ese apartado lugar.
En la época de verano un viento frío proveniente de las regiones boreales bajaba de las alturas y sacudía con fuerza las ramas de los cedros, jiñocuabes y poros que plagaban las laderas cercadas del lugar y dispersaban las semillas de diente de león y roble sabana por todo lado, hasta convertir el aire en una fiesta de plumones blanquecinos en la atmósfera.
Se dice que cuando las compañías mineras abandonaron el sitio, el pueblo quedó totalmente desierto. Sólo unos cuantos ermitaños se quedaron viviendo en cabañas derruidas donde la polilla y el polvo cubrían los escasos cacharros que conservaban.
Este pueblo había adquirido también fama pues en los últimos años cientos de personas llegaban a derramar lágrimas que según algunos, el fuerte viento se las llevaba, después del cual todas las tristezas y males sufridos desaparecían.
Muchos, después de haber sufrido muertes de algún familiar, rupturas amorosas o traumas infantiles, llegaban al pueblo y sobre algunas de sus colinas lloraban amargamente sus penas. Después de que aquel fuerte viento secara sus mejillas se sentían aliviados y regresaban a casa totalmente sanados.
Es por eso que después de conducir por más de 6 horas y atravesar el país desde el extremo sur, aquella mujer de rostro demacrado y mirada triste llegó a los linderos del pueblo donde un endeble letrero clavado sobre un poste de madera cuya leyenda decía: "Lugar de los vientos eternos" le recordaba que el viaje había terminado.
Con el viento corriendo por su cara, sus pies descalzos sintiendo la humedad de la hierba, una sublime paz se adueñó de su corazón, mientras el fuerte viento se llevaba en algún descuidado plumón las últimas lágrimas de su pena.
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