martes, 31 de enero de 2012


LA LATA DE FRIJOLES

Se introdujo en el estañón que por basureo servía para recolectar los sobros de comida de aquel concurrido barrio capitalino. Andrajoso de pies a cabeza, aquel pobre hombre de cuarenta y tres años tenía ya más de un mes de no asearse. Sus fétidas ropas olían a todos los líquidos que el cuerpo expulsa, y su pie izquierdo cogeaba por una artritis que comenzaba a degenerar sus cartílagos y huesos. La falta de alimento y el frío terminarían tarde o temprano con su vida.
Rebuscó entre papeles viejos, sorbió los sobros de refresco de los envases desechables y uno que otro muslo de pollo a medio terminar. Al introducir su brazo derecho entre toda la basura y llegar al fondo sintió de repente un dolor intenso en su dedo meñique, se había cortado con una lata de frijoles cuya tapa fungió como navaja creándole una amplia herida que lo hizo sangrar copiosamente. Sin embargo pensó que heridas más grandes había sufrido en su vida, y una tan pequeña como ésta no lo detendría en su intención de buscar su sustento diario. Con el dedo aún sangrando sacó la lata del basurero y con el mismo, extrajo el unto de lo que quedaba de frijoles molidos, que ya empezaban a descomponerse. Al introducirlo en su boca, un sabor al hierro propio de la sangre, combinado con un rancio sabor a frijoles le provocó una desgradable sensación que lo hizo casi vomitar, pero de la que se contuvo. Según él dijo, "¡quien soy yo para desperdiciar tal comida". Entonces recordó el tiempo en que todos los días se sentaba a la mesa a degustar un sabroso guisado de cerdo, una sustanciosa sopa de pollo con verduras o un rico postre de helado con gelatina. Recordó además las causas por las que ahora mendigaba en las calles, las drogas, el alcohol y la irresponsabilidad en su trabajo, así como el maltrato hacia sus familiares que lo llevaron a ese extremo. Su dedo embarrado aún con aquella sustancia negra seguía derramando cantidades de líquido rojo. De repente echó su cuerpo hacia atrás y sobre un ventanal se miró de cuerpo entero. Él evitaba verse a los espejos y vidrieras de la ciudad, pues en su vergüenza no quería reconocer en lo que se había convertido, pero en esa ocasión, en aquella precisa ocasion en que la vida como un retrato suspendido en el tiempo da a todos los humanos para que detengan su paso y miren su interior, la vidriera se le presentaba de frente y lo cuestionaba: ¿Quién era él, o al menos la imagen proyectada en el vidrio?. Su corazón se sacudió, y cayó de rodillas, llorando como un niño que se había perdido en una tienda. La tienda de este hombre era toda la ciudad, todo su pasado, todo aquello que había perdido, y ahora estaba sólo contra el reflejo que le devolvía aquel espejo que era su realidad misma. Mientras tanto la ciudad continuaba con el bullicio de los autos, las prisas de la gente, los vendedores ambulantes y una indiferencia por aquel hombre que en posición fetal lloraba como un crío. Deseó dormir un sueño eterno, volver a sus mejores días, cuando tenía trabajo, familia y una vida llena de gozo.
En ese momento comenzó a llover pero a él no le importaba, su cuerpo se fue anegando poco a poco con el agua que empezaba a salirse de los caños y con las lágrimas que corrían por sus mejillas. Todo esa tarde durmió y la noche lo sorprendió con sus harapos mojados, cartones y bolsas plásticas envolviéndolo y una tristeza que se le pegaba al alma, soñó hasta el cansancio.
A la mañana siguiente y con el sol colándose por los hoyos de su tienda improvisada, aquel hombre despertó. Su dedo había dejado de sangrar y su estómago hacía ruidos de hambre, aquella que le había acompañado siempre, desde que se tiró a las calles a mendigar la vida misma. Se incorporó y como siempre se dirigió a los acostumbrados basureros a rebuscar de nuevo los sobros de la ciudad. Al llegar al estañón que ayer le habia proporcinado la escaza comida, halló la solitaria lata de frijoles colocada sobre la acera, aún con residuos de alimento descompuesto, y con una gran mancha roja sobre su superficie, aquella sangre que salió de su dedo y que ahora le apuntaba su realidad. Con la fuerza que sólo la ira acumulada de años da, pateó fuertemente aquella lata que terminó por estrellarse contra la pared del frente, provocando el ruido típico del metal al chocar contra el granito. Respirando hondo y mirando al cielo, decidió abandonar el lugar. Sus pasos lo llevaron a una casa de caridad para indigentes. Seguro que tendría suerte ese día y lograría al menos un turno de baño para asearse, algo de alimento caliente y la esperanza de que al estrellar esa lata en la pared, estaría dando fin a sus años de indigencia por las calles. Buscaría trabajo, al menos lo intentaría.

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