sábado, 21 de enero de 2012

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AVES EN EL SENDERO
(Una leyenda)

Al caer en el suelo, su cabeza golpeó sobre el empedrado del sendero que conducía al Gólgota, una polvareda le rodeó y la última imagen antes de que se desmayara fue la de un jilguero recogiendo los cabellos de un crucificado, posiblemente para construir un nido en las rama de algún olivo cercano. Al despertar se encontró tirado en las afueras de los muros de Jerusalem muy cerca de la ladera norte del monte . En la revuelta que los discípulos del recién condenado provocaron contra las autoridades romanas, el infortunado hombre fue empujado por la turba y sufrió la azarosa suerte contada.
En realidad la sacudida del temblor que rasgó esa tarde el velo del templo, lo despertó de su desvanecimiento, mientras que las primeras gotas de lluvia de esa fatídica hora terminaron por reanimarlo. Todavía aturdido y con un hilo de sangre que corría de un costado de su cabeza comenzó el ascenso hacia donde el llamado Maestro permanecía inerte, colgado de unos maderos en forma de cruz. Él había oído por casualidad de boca de algunos prosélitos, los milagros y obras que había hecho el llamado Jesus en vida. Ahora, herido, empapado y con un frío que le hacía temblar observaba al Redentor elevado sobre los troncos, en aquella nebulosa y oscura tarde. No dejaba de pensar sin embargo en la avecilla que momentos atrás se había dedicado a recoger uno a uno los cabellos que el mártir iba dejando en cada una de las caídas que sufrió antes de su destino fatal; pero, haciendo memoria también recordó que tras el jilguero, unas palomas iban enjugando las gotas de sangre con blancas flores silvestres que teñidas por el líquido vital pasaban a convertir sus pálidos pétalos en rojas flores de intenso color; luego, según él las iban colocando de nuevo sobre los arbustos cercanos.
Cuando por último vio llegar a la madre del condenado junto con algunos hombres para llevarse su cuerpo, decidió dejar el lugar. Corrió sin parar cargando en su mente una serie de impresiones encontradas y en su corazón una tristeza inmensa que hacía nudo en su garganta. Decidió entonces olvidar el incidente. Al llegar a su hogar, inmediatamente cerró las puertas y se tiró sobre su vieja litera, durmiendo hasta el día siguiente. Esa noche soñó con las aves que había visto en el sendero y su extraña labor, además de unos cuervos que revoloteaban sobre las cruces de la colina. En un delirio inexplicable, sólo se le oía exclamar: "¡llévame a ti Señor, llévame a ti...!"
A la mañana siguiente, los primeros rayos del sol lo sorprendieron con apenas una sábana raída y sus pies descalzos hechos un puño sobre el camastro; el frío se colaba por la abertura de la ventana de barro de aquella pequeña casa ubicada en las afueras de Jerusalem.
De repente sus ojos se abrieron al escuchar el piar de un jilguero que posado sobre un limonero, volaba nervioso de rama en rama. Se incorporó de inmediato y salió a observar a la avecilla. El jilguerillo emprendió vuelo de un árbol a otro, mientras que el curioso hombre lo seguía de cerca, intrigado de su bello canto y la coincidencia de que se trataba de la misma ave que a penas ayer había visto insistir en recolectar los cabellos del que horas después moriría clavado en una cruz. Finalmente el pajarillo se posó en lo alto de un retorcido y viejo olivo y como divulgando a los cuatro vientos que el secreto había sido revelado, empezó a trinar más alto una melodía entre melancólica y alegre que llenó los oídos del asombrado hombre. A duras penas el recién levantado subió por el tronco del milenario árbol y para su sorpresa se encontró con un bello nido hecho de espigas y cabellos finamente entrelazados. Lo tomó con sumo cuidado entre sus manos y lo colocó sobre uno de los bolsillos del camisón que le servía de vestido. Bajó del árbol y presuroso se dirigió de nuevo a su hogar, donde colocó el secreto recién encontrado dentro de un cajón de madera de Cedro. Mientras sus pasos transitaban por el sendero notó que lo que hasta ayer fueron arbustos de flores blancas en esa luminosa mañana se convirtieron en hermosas flores rojas. Según él había sucedido un milagro, la súplica que en su delírica noche lo atormentaba: "¡llévame a ti Señor!" se había hecho realidad. Tenía en sus propias manos los cabellos del Cristo que horas atrás había muerto para redención de su alma y de la humanidad entera...

Cuentan los lugareños, que aquel nido que contenía los cabellos finamente entrelazados del Maestro y unas cuantas flores rojas secas recolectadas, paso de generación en generación, de mercader en mercader hasta ser ubicada finalmente en una vieja basílica de la antigua Constantinopla. El personaje de la historia nunca pudo ser identificado, e incluso algunos dudan de que alguna vez existió.

Cerró el Abad, el polvoriento pergamino, mientras los aprendices quedaron absortos de la recién historia contada. Se trataba de una leyenda, una de tantas que alrededor de la muerte del Mesías se tejieron a lo largo de siglos, como los cabellos mismos que el parajillo de esta historia tejió para hacer su nido.

En algún lugar de Europa Occidental, 1225, año de nuestro Señor Jesucristo.


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