sábado, 21 de enero de 2012


ABRIGANDO COTIDIANIDADES

Subo las gradas del andén y me introduzco en los largos pasillos del ferrocarril, me siento cómodamente en los amplios asientos acolchados, a la espera de que las agujas de mi reloj avancen los catorce minutos necesarios para alcanzar la media hora de partida.

Me lleno del silencio de mi urbe en esta noche que se cuela por entre los ventanales. Sólo el pitar de la locomotora me recuerda que estoy por avanzar.
Adentro un hombre pegado al vidrio hace intentos por mirar más allá de la oscuridad, pero sólo encuentra que apenas puede divisar sombras sobre la calle. Se conforma entonces con repasar algún documento personal que quizás nadie más que él leerá.

A mi lado, al frente y detrás mío, seres semejantes a mí se agolpan con sus prisas, deseos frustrados, sonrisas a medias, alegrías recién estrenadas y dudas en su boca hasta llenar el ambiente de almas vivas.

El vagón se sacude y una alegría se me cuelga de mi pecho, encuentro que sobre las plantas de mis pies la vibración de los rieles me recuerda que alguna vez pisé pasillos similares, otrora más oscuros, incipientes vagones de antaño, algarabías de niño sujetando la mano de mi padre y la falda de mi madre, camino a un Puerto de Puntarenas que se me pierde en los nubarrones del tiempo, llevando almuerzos campesinos en las maletas, atravesando serranías en busca de la costa pacífica, para luego bañarnos en las cálidas aguas del Océano. Caminatas de domingo sobre el "Paseo de los Turistas" consumiendo delicias en los mercados, y un sol de la tarde a mis espaldas de regreso en los vagones.

Se detiene el tren sobre una nueva estación; ahora algunos mortales con trabajos a cuesta ocupan nuevos asientos, esperando llegar pronto a sus hogares para descansar mente y cuerpo, renovar energías para una nueva jornada, mientras yo sigo meditando porqué al igual que aquel hombre, mi corta vista no logra divisar qué hay más allá de los ventanales.

Sobre mis manos sujeto aún el tiquete perforado escasos minutos atrás y a través del hoyo miro a mi alrededor, encuentro que todo a cambiado, la modernidad se me pega a mis pupilas y el viejo sonido de la locomotora ya no me acompaña. Ya no hay señoras con delantales vendiendo cajetas de semilla de marañón, o ancianos con sombrero ofreciéndome dulces caimitos en cajas de pino, o el viento pegándome de frente desde los ventanales, o asientos de duro cuero sosteniendo mis huesos ahora más descalcificados.

Los vidrios han cambiado, son ahora más gruesos, ya no hay viento, no existe el vaivén constante de los vagones, hay mejor iluminación y una pantalla me recuerda que estamos a 21 grados en el exterior y que pronto alcanzaremos la última estación. Hasta la música me traslada al presente y me recuerda que mi ciudad avanza y yo con ella.

Acaba el corto viaje, estoy de nuevo en la capital y me doy cuenta de que me confundo entre la gente que se baja de esa moderna máquina, ahora más veloz. Soy uno más de ellos y me siento cómodo que no me conozcan. La cotidianidad nocturna se me cuelga como una bufanda alrededor de mi cuello, me la coloco para abrigarme de mi esencia, soy un ser andante, un poeta en busca de razones para escribir y me doy cuenta que de nuevo las he encontrado.

Nota: paseo con mi familia, de la provincia de Heredia a San José.



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