(Novela Corta)
La Herejia de Fray Vituperio
de Mérida
Prólogo:
En un lugar del Nuevo Mundo, no definido en el mapa, pero cercano al Reinado de Veragua un hombre se debate entre la convicción del deber cumplido, ilustrar a los niños aborígenes sobre las enseñanzas de Jesús a través de un polémico libro, u obedecer las normas y reglas que la Alta Jerarquía eclesiástica le imponía a su Orden religiosa y por ende, debía él cumplir. La culpa es el marco que encierra la historia de ese humilde fraile, una culpa que se llevará hasta la misma tumba. Al final el lector tendrá la oportunidad de ojear los únicos cinco pergaminos que quedaron de tan controversial libro. Dividido en diez capítulos, "La Herejía de Fray Vituperio de Mérida" es una novela corta de carácter histórico desarrollada en los anales de la época colonial, una época convulsa y llena de contrariedades.
I
"¡Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa!", murmuraba una silueta proyectada en la pared de aquel olvidado calabozo, mientras parpadeaba una vela encendida sobre un viejo candelabro. Hacía frío, pero a él no le importaba, ya no había tiempo para quejarse de las condiciones climáticas. Él sabía que en esa época del año el frío era más intenso que de costumbre.
De vez en cuando se levantaba de la silla y caminaba por la estrecha celda, mientras recordaba aquellos días soleados en el Trópico de Cáncer, a orillas del "Mar del Sur".
Su corta vista le impedía ver como la cera que corría por los costados de la vela llegaban hacia los viejos papeles amarillos y los humedecía con una blancuzca mezcla pegajosa. Aquellos papeles constituían quizás su tesoro más preciado, que a la vez se habían convertido en su propia condena.
Corría el año 1532, en una Europa convulsa y llena de supersticiones . La Santa Inquisición todavía se atrevía a condenar a quienes manchaban el nombre de Dios y el de la Iglesia con falsas herejías o practicaran ritos que no se acercaran a los que ella imponía. Nadie podía pronunciarse en contra de los abusos cometidos por los Jerarcas de la cristiandad, ni escribir siquiera aquello que no se apegara a las buenas costumbres y moralidad de la Doctrina Católica. Durante siglos más de un "infiel" fue condenado al cadalso o a la hoguera por mal interpretar la Palabra de Dios, por eso ninguno que estuviera cuerdo se atrevía a tocar una Biblia siquiera. De todas maneras sólo estaban disponibles para un grupo selecto de personas: los frailes mayores, curas y obispos.
Entre los primeros, un fraile de la Orden franciscana, Fray Vituperio de Mérida será el protagonista de este pequeño relato, quizás el único entre los relatos que hoy se pierden en los nublados del tiempo, en los rincones olvidados de la historia.
II
Fray Vituperio era un joven aún, cuando decidiose embarcar junto a otros diez compañeros, rumbo a las costas del Nuevo Mundo, hacia un punto no muy bien definido, muy cerca del Reinado de Veragua. En este lugar realizó varias fundaciones importantes y enseñó las primeras letras a lo aborígenes de la región. Pasó muchos años contemplando la naturaleza tan prodigiosa y abundante de estas tierras. Aunque sufrió muchas dificultades, todos los días daba gracias a Dios por su compasión y misericordia. Al final de sus días cayó en la tentación de escribir un libro, uno que según él ayudara a los que le sucedieran en las enseñanzas del Evangelio. Precisamente estaba muy preocupado de que los indígenas comprendieran la vida de Jesús en una forma amena y didáctica. Principalmente de que los niños no entendieran por qué en la Biblia no se hablaba nada de Jesús cuando era infante. Apenas se nombra el nacimiento, huída y pérdida del niño en el templo, pero nunca de su vida en Nazaret.
Ante este vacío histórico, Fray Vituperio decidiose escribir a modo de cuento algunos "posibles" pasajes de la infancia de Jesús, poniendo en sus relatos un poco de imaginación y picardía para describir las historias, de tal forma que los niños aborígenes comprendieran mejor sus enseñanzas. Así logró terminar su libro en escasos tres meses a finales del verano de 1528. Éste fue utilizado por él y otros compañeros de misión para enseñar el evangelio y era muy gustado por los niños de estas latitudes. El texto en algunas ocasiones difería mucho del relato bíblico y eso podría ser motivo de fuertes acusaciones ante las autoridades eclesiásticas.
III
Todo parecía transcurrir muy bien, cuando la sombra del mástil de una embarcación se proyectó en las playas de esa región. Traía consigo una nueva legión de misioneros, junto a un "Oidor" de la Iglesia, quien venía a inspeccionar los resultados hasta entonces alcanzados por la fundación. Estos personajes estaban autorizados para revizar los archivos personales de los superiores, así como los libros que poseían y "debían" leer en la comunidad. Aquel mismo día el Obispo Francisco Brenes de Alcántara pasó lista de los frailes que aún quedaban; dictó acta de las defunciones habidas durante los últimos años y presentó a la comunidad los recién llegados. En la noche cenó en la "Casa Mayor" como los frailes llamaban al convento principal y durmió hasta el otro día. En la mañana, muy temprano y después de un opíparo desayuno, único que se vio en esos lugares, dado el voto de pobreza que profesaban los frailes, el Oidor se dirigió a los archivos personales del convento. No encontró nada que le fuera de su disgusto. Al contrario alabó el trabajo "pacificador" de los frailes en pro de la defensa y divulgación del cristianismo entre los "salvajes" de estas tierras.
De seguro llevaría buenas nuevas a los Jerarcas de Roma sobre la misión encomendada. Ya se disponía el Obispo de Alcántara partir a sus habitaciones a descansar, cuando entre los libros que aún no había revisado y que se encontraba sobre el escritorio, halló uno que le pareció muy particular. Su pasta era de piel de venado y en sus páginas leyó la herejía que ningún habitante sobre esta tierra se atrevía a hacer: escribir historias que ni siquiera habían sido nombradas en las Santas Escrituras. ¿Cómo alguien se atrevía a hacer semejante sacrilegio?
Con gran furia mandó a llamar al autor de tan herético libro. No quedaba duda, el libro era de Fray Vituperio y debía responder por los daños perpetrados a la Santa Iglesia.
Inmediatamente el Obispo interrogó al fraile y sin más miramientos lo mandó a encerrar en un calabozo.
IV
Tras ciertas diligencias el Obispo de Alcántara contactó con diversas personalidades de la Región, quienes dispusieron un viaje hacia "La Española" para luego embarcar rumbo al Viejo Mundo. Tal herejía no podía ser juzgada en el lugar del crimen. Todo estaría dispuesto para partir al día siguiente. Fray Vituperio, a pesar de que sus compañeros insistieron en abogar por él, nunca delató a ninguno de ellos y la utilización de su libro en las enseñanzas del Evangelio. Al contrario a lo largo de todo el viaje por el Atlántico, no se le oyó pronunciar una palabra, ni siquiera un susurro en contra de su destino. Sólo se le oía pronunciar las palabras del "Yo Pecador". "Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa" En invierno de 1532, Fray Vituperio de Mérida fue ejecutado en la horca por orden del Tribunal de la Santa Inquisición. Por cartas enviadas a los Jueces, sus hermanos en América solicitaron la muerte en el cadalso y no en la hoguera, condena que de por sí ya había sido abolida hacía años. Los del Tribunal accedieron tras fuertes discusiones entre ellos, pues algunos querían volver a esas horribles prácticas.
V
¿Y qué pasó con el libro de Fray Vituperio?. Por el azar del destino fue conservado en la biblioteca personal del Obispo de Alcántara, mismo que lo condenó a muerte. Años después el convento donde residía fue preso de un voraz incendio que acabó con toda la estructura. Entre las cosas que se pudieron rescatar, un cura menor logró conservar el viejo libro de piel de venado que contenía las heréticas historias. Pasó después a manos de un usurero que pagó una ínfima suma por el libro. De ahí no se supo más del mismo. Hoy sólo quedan los recuerdos de esa triste historia y apenas un puñado de cinco capítulos que lograron ser descubiertos en un viejo baúl de roble de una vieja casa de la región Atlántica de Costa Rica, antigua provincia del Reinado de Veragua. Nadie sabe cómo llegaron ahí y se ignora si corresponden a los escritos originales de Fray Vituperio, o si por el contrario son unas copias de tan discutido libro. La versión que nos llega hasta nuestros días pueden diferir en mucho de la original, pero seguro pretende al igual que hace cientos de años perpetuar la memoria de aquel sencillo fraile.
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Las Primeras Memorias de Jesús.
Por Fray Vituperio de Mérida.
Primer Pergamino
El encuentro
Era media tarde y el sol calcinaba los techos de paja de aquellas viejas casas de barro, en los suburbios de Nazaret. Una pandilla de niños corrían tras un perro que con presura huía de los desaforados infantes. La algarabía se hizo oír por todas las calles de la barriada y más de una mujer detuvo su marcha en los quehaceres domésticos para reprender a su hijo que formaba parte de aquel "pandemonium". María que acababa de acarrear agua del pozo, hizo mil esfuerzos para persuadir al suyo de no entrar en el juego, pero el niño se encontraba ya lo suficientemente lejos como para oirle. De todas maneras al igual que sus demás compañeros, se encontraba muy entretenido persiguiendo al infortunado animal. Había doblado la esquina oeste del mercado y al internarse en algunos terrenos baldíos no se cercioraron de que se estaban saliendo del límite de la ciudad. Jesús, el menor de la pandilla se había quedado algo rezagado, pues al pasar por la casa de Miqueas, tropezó con una piedra que se había saltado del enlozado, brotando de sus rodillas y pies una sangre roja color rubí. No se quejaba, pero estaba ya muy cansado para continuar, así que se detuvo a descansar debajo de una vieja higuera que por ahí crecía. Con su dedo anular dibujó algunos trazos en el suelo, mientras observaba como unas hormigas se aferraban a acarrear pedacitos de hojas hacia su madriguera. Se entretuvo a ayudar a algunas de ellas a llegar más rápido a su escondite, alzándolas con todo y hojas y depositándolas en el agujero de entrada.
De repente frente a él se acercó otro niño de edad similar, algo harapiento y sucio, ambos sonrieron.
-¿Qué te pasó?
-Tropecé con una piedra.
-¡Pero estás sangrando!
-Sí, pero no es mucho.
Ven, vamos al pozo y te limpiaré.
Los dos niños se tomaron de la mano y caminaron hacia el pozo que en realidad era una especie de estanque en cuyo brocal se sentaron. Sacando agua con una cubeta, el harapiento niño se inclinó hacia el otro y pacientemente, con pedazos de tela de su propia vestidura limpió las heridas. Después desató las sandalias de su compañero y lavó sus pies. Terminó su labor mojándole la frente con las últimas gotas que quedaban en la vasija. Revolotearon palomas en el lugar y una de las plumas de las aves cayó sobre la superficie del agua creando ondas concéntricas.
Ya anochecía y era hora de regresar a casa, de seguro sus respectivas madres estaban preocupadas por ellos. Las últimas palabras que se cruzaron entre estas dos almas fueron:
- Vamos Jesús, tu mamá te va a regañar
- Y a tí también Juan, ¡Vamos!
Ambos corrieron hasta cruzar la bocacalle que se dirigía hasta el templo y de ahí a la barriada.
Segundo Pergamino
La espada de madera

Había terminado José de alisar una pieza de madera con una garlopa cuando las últimas virutas cayeron directamente sobre los pies de Jesús, quien iba entrando en el taller.
-¿Qué haces?, preguntó el niño mientras recogía un puñado de serrín.
-Construyo una mesa que me encargaron los sacerdotes del templo para la fiesta de pascua.
-¿Y qué madera utilizas?.
-Cedro de la región del Líbano.
-Está quedando muy bonita.
El diálogo fue corto, pues Jesús en silencio recorrió el taller de extremo a extremo y no pronunció más palabras. Sólo el rechinar de la navaja al rebanar la madera interrumpía el momento. Mientras se desplazaba por la pequeña estancia, iba escarbando una que otra pieza de madera que al unirlas le parecían una firme espada..
-¿A qué juegas?, preguntó José.
-A un guerrero, contestó el niño.
-¿Te gusta la guerra?.
-Sí, sobre todo si es por una causa justa.
¿Y qué causa podría inducirte a pelear??
-Jesús se quedó en silencio por un largo rato, mientras atisbaba a través de la única ventana que había , las cumbres del Monte Tabor. De repente rompió el silencio con un pequeño discurso que anonadó a José:
- Padre, mi guerra no es como las de este mundo, con lanzas y espadas de hierro, donde el vencedor humilla al vencido y donde el amigo se convierte en enemigo. Mi causa es otra y no precisamente la mía, sino de Aquel que me envió para hacer de la guerra, la paz. Y sólo luchando con las guerras del alma el hombre podrá morir a este mundo?
Aquellas palabras quedaron impregnadas en el aserrín, los trozos de madera, las herramientas, las paredes y el viejo banco de madera que utilizaba José para sentarse. Pero sobre todo quedaron prendidas en los oídos de aquel humilde carpintero, hasta resonar en lo profundo de su alma. Sólo pudo pronunciar unas cuantas palabras como respuesta a aquel extraño diálogo:
-¡Vete hijo, tu madre te está esperando a cenar, en seguida los acompaño!.
La estancia quedó vacía, sólo el aserrín, las herramientas, los troncos y virutas, como el viejo banco de madera servían de escenario a José que por largo rato contempló la puesta de sol tras las montañas. Presentía que su hijo no estaría con él por mucho tiempo.
Tercer Pergamino
El mercader
Eran las tres de la tarde cuando Jesús después de barrer el portal de la casa por orden de su madre le pidió permiso para salir a mirar la caravana que venía del sur. Él sabía que cada año a finales del Otoño, en luna llena una caravana de mercaderes pasaba por Nazaret ofreciendo a sus habitantes todo tipo de mercancías, tejidos de China, esencias de la India, pieles de los países del norte y joyas de occidente. Lo que más le gustaba a él observar eran las exóticas especies de animales traídas en jaulas de bambú y madera. Cómo se extasiaba con las aves de brillantes plumas que traían los intermediarios árabes, así como también se horrorizaba con las fieras de grandes garras que en reducidos espacios eran cargadas.
Largas horas observó Jesús la caravana, hasta que al fin pudo mirar cómo los últimos camellos se alejaban, levantando polvo del desierto candente. El último mercader se trataba de un joven de treinta y cinco años aproximadamente. Su barba parecía ya tener varios meses de no ser cortada. Traía consigo apenas dos camellos cargados de alfombras persas que había cambiado a otro intermediario por unas cuantas monedas falsas. Él sabía que el trato era desigual, pero a él no le importaba. Seguro que más al Norte en el Puerto de Tiro las vendería a un buen precio. El mercader pasó muy cerca de Jesús y ambos se quedaron viendo a los ojos. Como el niño no le apartaba la vista, le preguntó entonces:
-¿Por qué me miras tanto?. Jesús respondió:
- Sé que te llamas Alfeo, hijo de Simeón y llevas en tu mirada una poca de amargura.
- ¿Qué sabes tu de mi vida?. ¿A caso te conozco?
- Si supieras que el hijo del hombre sabe contar hasta el último cabello tuyo. ¿Sabes que no sólo de pan vive el hombre?, y tú has quitado el pan de esta noche a una familia entera que apenas lucha por vivir.
- ¡Mocoso impertinente!, no te he pedido que me des lecciones de moral. Los mercaderes tenemos que sobrevivir a costa de lo que sea, para ello atravesamos desiertos y montañas en busca de la mejor mercancía y si tenemos que robar y hasta estafar lo haremos. Jesús quedó en silencio por unos momentos, mientras de su boca exhalaba vapor de agua que con el frío de la tarde empezaba a condensarse.
- En verdad te digo que le es más fácil atravesar un desierto lleno de espinas a un justo, que el malvado en un campo de flores.
- El mercader sin entender sus palabras, pero pensativo se quedó mirándolo por unos instantes, hasta que de un golpe obligó a su camello correr tras la fila que se perdía en el horizonte. Nunca más volvió a saber Jesús del mercader, ni a esperar la luna llena para aguardar la caravana, cada otoño de cada año
Cuarto Pergamino
La lección
La mañana había llegado con los aires típicos de las regiones del Medio Oriente, con olores a hierba fresca y flor del desierto. El sol brillaba más alto que de costumbre en esta época del año y Nazaret despertaba de su sueño invernal. Los fríos daban paso ya a un tibio calor de primavera. Era el momento en que los niños aprovechaban para correr por los campos en busca de flores silvestres y frutillas para saciar su golosos paladares.
Jesús caminaba como de costumbre por las callejuelas de la ciudad hasta apartarse a los límites. Sabía muy bien que no podía saltar los altos muros de aquella urbe, pero sabía al igual que los demás infantes del lugar que por el costado oeste existía una abertura lo suficientemente grande para salir. Nadie sabía como se las ingeniaba Jesús para escaparse de la mirada de María su madre y huir por aquellos legendarios campos. No había tardado en entrar por aquel agujero, cuando contempló a un grupito de niños haciendo rueda alrededor de dos chiquillos que se revolcaban en el suelo mientras entablaban una fuerte pelea. Jesús pudo distinguir de quiénes se trataban. Eran nada menos que Tomasito y Eleazar, los dos bribones de la pandilla. Rápidamente Jesús se introdujo a separar a los dos chiquillos, no sin antes recibir de ambos tremenda golpiza. Cuando ya estaban serenos y dispuestos a hablar, el Pequeño Mesías los interrogó:
-¿Por qué peleaban?.
-Porque Eleazar me tiró una piedra y casi me partió la cabeza en dos, respondió Tomasito.
- No seas mentiroso, yo sólo quería derribar a un pajarillo que estaba en la rama de aquella higuera, pero tu te interpusiste en el camino, continuó Eleazar.
Casi iban a continuar en la discusión cuando Jesús los detuvo con estas palabras.
-¡Silencio y escuchen!. Transcurrieron diez segundos.
-Yo no escucho nada, dijo Eleazar.
-Yo tampoco le siguió Tomasito.
-Dichosos los que escuchan la voz del Señor? Exclamó Jesús y siguió.
-Ustedes no escuchan a los habitantes del campo, a las aves, los grillos, el viento; ellos son nuestra compañía, los que nos alegran el día y nos duermen en la noche. ¡Eleazar! Tú querías acallar la voz de la alondra con una piedra. ¿Qué sería de estos campos sin el bullicio de las aves?. Y tú Tomasito, supe que ayer entre tus travesuras querías cortar la higuera de la colina porque no producía higos. ¿No sabes que se debe tener paciencia para que los árboles den fruto?. Pues bien, no discutan más y sean buenos amigos.
Poco a poco la turba que momentos antes alentaba la pelea se fue disolviendo y en silencio todos se fueron apartando. Sólo quedó Jesús en medio del campo junto con los autores de la pelea. Despidiéndose de ellos, recordó entonces que debía regresar a casa para ayudarle a su madre a acarrear agua del pozo que distaba algo lejos de ahí.
Quinto Pergamino
El ánfora

Atravesaba Jesús las calles de Nazaret, llevando entre sus pequeñas manos una gran ánfora de arcilla color ceniza. Apenas podía librar con ella entre la multitud que se cruzaba a su paso. Rodeó el mercado que repleto de puestos de frutas y cestas llenas de mercadería aguardaban a los compradores de la mañana. Al cruzar una esquina, Jesús divisó la gran fuente que se ubicaba precisamente en el centro de la gran ciudad. Todos los habitantes de Nazaret se abastecían de agua se ese manantial que era el oasis en las épocas de verano. Sin más tardar el chiquillo se adelantó hasta el brocal donde apoyó el recipiente en su orilla. Descansó unos instantes , e intentó erguirse para sacar el agua. Por más que lo intentó no pudo alcanzar la parte superior de la fuente , ya que estaba muy alta para él. Decidió entonces subirse encima del ánfora a manera de andamio para salvar la altura, pero sólo logró resbalar con todo y recipiente, haciéndose este último añicos. Jesús se puso a llorar desconsoladamente ente las multitudes que lo miraban con extrañeza, pero sin que se compadecieran de él. Estaba ya por regresarse a casa, cuando una niña de bellos cabellos ensortijados y dulce sonrisa se le acercó y lo invitó a seguirla. "¡Ven, levántate!. Te voy a enseñar un secreto. Por el costado norte de la fuente sale un conducto que recoge las aguas de ésta y las lleva directamente a los campos fuera de la ciudad. Yo descubrí que quitando una loza muy cerca de los muros se puede extraer el agua con facilidad".
-¿Pero cómo haré yo para recoger el agua, si quebré la única ánfora que tenía?.
-¡Vamos, no te preocupes!, mi papá es alfarero y él hace muchas iguales, toma, te regalo la mía!.
Sin más miramientos los dos chiquillos tomados de la mano salieron corriendo hacia un lugar muy cerca de los límites de la ciudad. Con ayuda de la niña, Jesús pudo mover la piedra que tapaba el viejo conducto de agua. Quedó admirado con la facilidad que pudo llenar su ánfora, pues se encontraba a la misma altura de él. Luego taparon de nuevo el agujero y regresaron al centro de la ciudad. Ya casi llegaban al punto en que debían separarse, cuando Jesús preguntó a la niña:
- ¿Dónde vives?.
- Muy cerca del mercado en lo alto del mesón de Nicodemo, ahí mi padre tiene un pequeño taller de alfarería con el cual apenas podemos vivir. Posiblemente tengamos que abandonar la ciudad, pues somos de origen samaritano y aquí los judíos nos recriminan mucho. Él ya ha arreglado todo para irnos a vivir a Sicar, pequeño pueblo de Samaria, muy lejos de aquí.
- Entonces aquí nos despedimos -exclamó Jesús- , gracias por tu ayuda y espero volverte a ver.
- Así sea respondió la niña.
- Así será, concluyó Jesús.
Epílogo
En los anales de la historia no se menciona el nombre de Fray Vituperio; mucho menos de su obra, y es que en realidad él nunca existió, es sólo el posible recuerdo de algún olvidado hombre que anduvo por las selvas y costas de América evangelizando en nombre de la Iglesia y de Dios. Quizás su obra; para algunos didáctica, para otros herética, fue el pretexto para recordarnos que el Jesús niño se perpetúa en cada uno de nosotros y que sólo falta que saltemos el muro del yo adulto, y de esta forma admirar el extenso campo de juegos que es la vida.