lunes, 26 de marzo de 2012



HIERBA SECA

"Soy como la hierba seca, con la diferencia de que al perder su humedad, ella suelta sus semillas y dan fruto, pero yo no..."

De sol a sol trabajaba Elvira Ramírez por entre los cafetales, recolectando leña, ordeñando las vaquillas que apenas proporcionaban una rala leche o molía maiz como lo había aprendido de sus ancestrales abuelas, aquellas que se perdían en las brumas del tiempo y que ya poco conocía de ellas.

De pequeña la habían llevado a vivir a San Ignacio de Acosta en una caravana de carretas jaladas por bueyes, cargando con los pocos tiliches que los Ramírez podían llevar; el moledero de café, la cafetera vieja, de esas enlozadas en azul, trastos medio quebrados, la escaza ropa envuelta en sábanas que a corta distancia olían a alcanfor, para que las cucarachas no la rolleran y sus pocas herramientas de labranza.

Habían llegado desde Aserrí por entre los años cuarenta a poblar aquellas serranías con la esperanza de adueñarse de un buen terreno, dedicarse a la crianza de ganado y sacar de la tierra los frutos que la naturaleza da. Pero aquella década fue de sequía en aquella apartada región y los sueños de riqueza se esfumaron de inmediato; hasta reducir su finca a apenas unas cuantas manzanas que por lo menos a punta de pala y machete medio podían mantener.

Elvira Ramírez casó con Luis Mora, el vecino de la finca de al lado, un joven escaso en conocimientos; igual que ella, pero trabajador y saludable. Seguro que con su vitalidad le daría buena cantidad de hijos que crecerían felices al resguardo de los que aquella tierra le proporcionaría. Pero al igual que la naturaleza se ensañó en aquel paisaje agreste y seco, aquellos hijos no llegaron nunca.

A Luis se le veía entonces caminando por entre los trillos con la mirada perdida y mascando las espigas de hierba que encontraba a su paso. Ya no sonreía ni recogía las aluminas de la quebrada para llevárselas a su amada. Ella con delicadeza las colocaba en un frasco de conserva hasta esperar que con el tiempo murieran de indigestión por las migas de pan que le daba o al menos de aburrimiento por nadar en aquel espacio tan reducido.

Por su parte Elvira se dedicaba sólo a mantener el fuego encendido con la leña que encontraba en el campo, aunque por dentro ya se habían apagado sus esperanzas de perpetuar su estirpe.

Los dos ausentes se sentaban entonces a la mesa a tomar en silencio algún café y esperar a que los cocuyos rasgaran la cortina de noche con sus melancólicos trinos.

"La hierba seca se la lleva el viento, a mí el fruto no nacido..."

Acababan entonces levantándose al mismo tiempo, quizás lo único en que coincidían últimamente y se disponían a acostarse uno de espalda al otro. Ya no se miraban, poco se tocaban.


Una noche en que por fin decidió llover en aquel apartado lugar, la historia se repitió ceremoniosamente sobre la mesa. Ambos en silencio tomaban un jarro de café, sin decirse nada, hasta que Luis rompió en llanto, como si todo el dolor que aprisionaba su pecho se soltara en forma de ríos que corrían a lo largo de sus mejillas.

"¡Elvira, no puedo más, usté sabe que la quiero mucho y que mi tata me dió este terreno pa' que lo sembremos juntos. Yo esperaba tener muchos hijos con usté, pero no ha sido, me voy pa' Parrita a iniciar una nueva vida, tal vez con alguien que si me pueda dar hijos, no como usté que no puede, lo siento mucho, pero así es...!"

Salió por la puerta en plena lluvia, con el chonete puesto sobre su cabeza, su vieja alforja sobre sus hombros y su cutacha en el cintillo. Nunca más se le vió por esos lugares.

Aquella noche una mujer quedó sola, sentada con un café en la mano y otro enfriándose en el extremo opuesto de la mesa.

Lloró toda la noche y también durante el día, entre los pilones, la yunta de bueyes, las cajuelas de café. Lloró subiendo y bajando colinas, lloró al viento, a los árboles de gravilias mover sus ramas, a los yigüirros, cocuyos y mochuelos. Lloró a los renacuajos del yurro y a los colores del arcoiris. Era ella todo llanto, dolor, agua, transparencia.



"Soy hierba seca, paja movida al viento lanzando semillas al cielo..."

Lloró una vez más, esta vez con aquel llanto que sólo da la dicha de parir. Después de cortar el cordón que unía la criatura a la madre, la matrona entregó el niño a Elvira, lo colocó en su pecho y el pequeño latido de aquel bebé se acompasó con el de aquella orgullosa mujer.

Esa tarde en aquella habitación entre penumbras, no se sintió más el olor a hierba seca; ahora se olía a fruto silvestre, a vida brotando de la misma tierra. Sólo se percibía las ausentes manos del labrador recogiendo aquella dichosa cosecha.

"Ya no soy hierba seca..."

No hay comentarios:

Publicar un comentario