sábado, 5 de enero de 2013

 
LA VIDA EN SEGUNDOS
 
Recuerdo el olor a “Reina de la Noche”, mezclarse con el nauseabundo hedor de aquel contaminado río. Recuerdo también el sonido del caudal al chocar con las rocas, que iluminado por la luna en creciente de un setiembre que aún no acababa, me provocaba náuseas. Estaba a punto de dejar este mundo, de saltar al vacío, de flotar en el aire cual ave nocturna; seguro que en el transcurso de escasos segundos haría realidad lo que algunos mencionan constantemente, vería mi vida pasar como en una película.

Levanté mis manos en cruz, alcé mi mentón al cielo, respiré hondo y me lancé al vacío, dejé que la gravedad siguiera siendo una ley universal.

Mientras mis pies dejaban de sentir la fría baranda del puente y el aire se convertía en mi último medio que me enlazaba a este mundo, creí que la teoría que quería comprobar sobre la vida en mis últimos segundos se haría realidad.

No fue así, mis años de frustración, mis constantes depresiones, mi alcoholismo que me llevó incluso a perder mi familia y a mis más íntimos amigos no llegaron a mi mente en el momento de lanzarme al vacío. No hubo ángeles que en los últimos minutos frenaran la caída y en sus alas me condujeran de nuevo al inicio de mi triste historia, como aquellos que en tantas películas absurdas mostraban. Tampoco hubo una luz al final del trayecto que me acercara o provocara arrepentirme. Sólo un fuerte golpe al estrellarme contra algo y un… no mas sentir, un… no más ver, un... ya no soy…






Mi ojos comenzaron a divisar algunas formas conocidas detrás de una refractaria capa lacrimosa de la que no me podía deshacer. A mi alrededor escuchaba voces en angustiadas carreras. Mi nariz había dejado de oler la putrefacta combinación de flores y aguas negras y en cambio mi mente empezaba a captar el olor particular a suero, alcohol y medicamentos característicos de cualquier hospital, de los que en más de una ocasión estaba acostumbrado visitar, no como enfermo, pero si como voluntario, en aquellas épocas en que creía que ayudando a los demás purgaría mis faltas o pecados. A veces los humanos buscan recompensar sus errores y yo era uno más de los que creía en ello. Esta vez era yo el paciente, había saltado al vacío no hace cuanto y había logrado apenas salir de mi inconciencia…




“¡Toma!, no pude conseguir el libro que querías, pero quizás este otro te resulte interesante!”

Naturalmente no era el ejemplar de “Cortan el aire las alas silvestres” del escritor ruso Nicolai Slakov el libro que aquella enfermera me entregaba en mis temblorosas manos, sino un vetusto empastado de “El extranjero” de Albert Camus el que finalmente me había devorado aquella tarde que recuerdo; tarde porque un anaranjado sol se colaba por el balcón que daba a la habitación en que permanecía recostado.

Por más que intentó, la bonita enfermera no pudo conseguir aquella novela rusa que tanto yo amaba aún antes de querer desconectarme de este mundo, en cambio decidió que Camus me sería más interesante, aunque se considerase un escritor existencialista y hasta fatalista por muchos. Al final no me importaba quien fuera el autor, siempre y cuando se tratara de un buen libro…




Recuerdo el ruido de la botella chocar con la orilla del vaso al servir el cantinero el whisky que acababa de pedir. Sobre el lustrado mostrador de la barra, algunas gotas condensadas por el calor del lugar comenzaban a resbalarse del vaso y creaban un hilo de agua que llegaba al margen de la amplia mesa hasta gotear sobre mis rodillas. Mi recién conocido compañero de al lado, entablaba según él una entretenida charla conmigo, yo simplemente asentía con todos los gestos propios de aquel que finge seguir una conversación, entre ellas mover la cabeza de arriba a bajo, abrir mis ojos en un afán de sorprenderse y una que otra mueca de sonrisa, en el preciso momento en que sorbía el trago de licor. En realidad estaba absorto en mis propios pensamientos y me parecía superficial la conversación de aquel extraño que se ensañaba en presumir de sus conocimientos en fútbol, criticando el último campeonato de los equipos nacionales. Apostaba que nunca había tocado siquiera una balón y ya su palabrería comenzaba a molestarme. Entretanto, el desconocido de la izquierda, me recordaba a uno de esos seres extraños, como salido de una película de terror o un engendro de inframundo. En su hombro derecho traía tatuado un cuervo posado sobre una tétrica calavera, mientras diversas arracadas colgaban de muchas partes de su rostro. Observé que bebía grandes cantidades de cerveza negra, mezcladas con aguardiente, no sin dejar de sospechar que tomaba anfetaminas u otra droga más fuerte. En efecto, en dos ocasiones en esa noche le vi ingerir dos cápsulas desconocidas para mí.
Intenté evadirlo, concentrándome en la medalla de San Gerardo que desde pequeño pendía de mi cuello y que frotaba fuertemente entre mis dedos. Miraba también el hielo que comenzaba a derretirse dentro de mi quinto vaso de whisky, y las noticias que el televisor empotrado a la derecha de la pared parecían presentar inundaciones en el sudeste asiático. En realidad nada de eso pudo evitar que aquel desconocido que apenas sabía su nombre, me dirigiera la palabra. Después de las superficialidades que implican iniciar una conversación, el tema se tornó después de otro whisky y cerveza en un tema único y de corte existencialista…



“Melisa quiero ir al baño…¡ayúdame!”

Ya me había acostumbrado a que Melisa, la bella enfermera que ceremoniosamente llegaba todos los días a bañarme, me viera desnudo y hasta en mis malos momentos me ayudara a sostener mi miembro para que lograra orinar, tras meses de enyesadas mis piernas y brazos. Esa ocasión no dejaría de ser un fastidio el conducirme por el largo pasillo del hospital hasta el retrete e intentar sentarme sobre el inodoro para depositar los restos de la comida del día anterior. Esa noche Melisa cuidó todos los detalles de mi rutinaria y larga convalecencia. De seguro que faltarían otros meses más…




El bar se llenaba cada vez más de personas en pareja y en solitario que salían de sus trabajos intentando olvidar el estrés de la semana o apurando el viernes en espera de un relajante sábado sin preocupaciones.

“¡Compañero creo que la vida no la podemos resumir en un segundo, reconozco que en mi desgraciada existencia el ansiado ascenso en mi miserable trabajo no llegará nunca. Que perdí a mi mujer por no ser lo suficientemente hombre capaz de mantenerla y darle al menos un hijo que le acompañara y le hiciera su vida un poco infeliz; que mis deudas acabarán por llevarme a la banca rota en mi frágil economía y que para colmo de males desde hace años mi pierna izquierda me duele hasta rabiar a causa del accidente de mi anterior trabajo en construcción. No hermano, -balbuceando ya muy ebrio- he perdido la fe, si alguna vez la tuve hoy se ha esfumado, La verdad ya nada me importa!…”




Desperté sudando, atormentado por alguna pesadilla, quizás el recuerdo de mis últimos segundos antes de lanzarme al vacío. Al abrir mis ojos, Melisa estaba ahí, sosteniendo fuertemente mis manos entre las suyas y acariciando mi frente para recordarme que ya todo había pasado, que todo estaba bien…

Luego la luna se coló por la ventana y ya despierto de aquel sopor escuché el lejano sonido de una sirena, era probable que alguna ambulancia saliera a esa hora para atender alguna emergencia…




“Vamos, salgamos de aquí estoy de acuerdo contigo: ¡la vida es una mierda y no vale la pena vivirla!.

Hace años que busco a alguien que quiera hacer el “Viaje” conmigo, pero nadie se atrevía a hacerlo, hasta que me contaste tu historia. Considero que calzas con el perfil que ando buscando; estoy seguro que no hay nada de qué arrepentirse. ¡Conozco un lugar genial para ello!”.



No sé si por los vapores que exudaba el lugar, o lo ebrio que a esa hora estaba, que me pareció ver su rostro tornarse oscuro, cadavérico, con grandes arrugas en su frente y ojos colmados de grandes llamaradas rojas También pude percibir que detrás de aquel personaje una sombra se erguía, como alas negras desplegándose al arcano cual ángel de la muerte esperando algún mortal…





“Toma te traje un libro, es diferente a otros que acostumbras leer, de seguro te será de mucho provecho”.

Extendí mi brazo izquierdo que ya con terapia lograba medio articular. Mi mano torpemente pudo apenas sostener un ejemplar empastado en carátula café del Nuevo Testamento. A mi memoria llegaron entonces algunos pasajes que en misa de diez el cura párroco de mi barrio acostumbraba leer. Para mí las parábolas de Jesús me parecían lindos cuentos de infancia. Con el pasar del tiempo y al llegar a la vida adulta los consideré hasta ridículos. No era posible que en una semilla de mostaza cupiera todo el Reino del Cielo, ni que las personas fueran malas o buenas porque sembraran sobre piedras o espinos. Y hasta llegué a creer que Jesús era un simple personaje de ciencia ficción de las películas que de pequeño veía en televisión durante la Semana Santa. Esta vez no me negué a leer ese libro que para mí estaba vedado o no pertenecía a los que acostumbraba ojear, no sentí la incomodidad que meses atrás sentía por los libros sagrados. Abrí la página inicial y susurré el nombre del primer evangelio, Mateo…





Mientras aquel extraño desconocido conducía sobre la carretera, mi mente sumida en los vapores del alcohol divagaba en labores no concluidas, glorias vividas en los años de universidad y rencores acumulados a lo largo de los años. Me debatía en la moralidad de hacer lo correcto o dejarme llevar por las palabras convincentes de aquel individuo. Él reafirmaba mis inseguridades, mis fracasos y temores. Según él me haría un gran favor y hasta me acompañaría en los últimos momentos. Para que no sufriera y no me arrepintiera en el último segundo, en su macabro experimento aquel hombre me aseguró que me inyectaría un adormecedor que actuaría al instante y de esa forma no sufriría. Llegamos al puente…



“¡Axel, tienes visitas!”

Vi entrar a Antonio con un clavel sobre la mano. Se acercó a mí y me abrazó a como pudo. Era mi gran amigo de infancia, lo reconocí inmediatamente por el tic nervioso en sus ojos que entrecerraba en todo momento.

- “¡No sabía qué traerte, así que te compré un ramillete de claveles rojos, pero luego caí en cuenta de que no resultaba nada masculino el regalo, aunque es típico ver flores en un hospital ¿no?

- ¡Jaja!... ambos sonreímos”.

Esa tarde mis dolores se disiparon o al menos se atenuaron con aquella cálida visita…





Recuerdo que me tambaleaba por el paso peatonal del puente hasta llegar a la otra orilla. Recuerdo también que la noche me atrapaba arriba, abajo y a todos lados, en una obscuridad absoluta, hasta que la luz de algún auto pasaba e iluminaba el cuervo con la calavera en el hombro del que minutos antes había entablado conversación en el bar. Recuerdo unos brazos ayudarme a subir a la baranda del puente. Recuerdo la mezcla nauseabunda de alcohol, flores de noche y aguas negras excitar mis sentidos. Recuerdo una voz lejana que me decía:
“¡Déjalo todo!”. Recuerdo la luna llena y el ulular de una lechuza que en algún árbol lejano llamaba a su consorte. Recuerdo el viento recorriéndome todo mi cuerpo. Recuerdo un pinchonazo en el muslo derecho y una sensación de alivio y paz. Luego recuerdo latigazos en mi rostro, el sonido de huesos quebrándose, y la sensación de estar suspendido. Ya no recuerdo…




“¡Mira, encontré tu libro! Me costó, pero al fin lo conseguí. Mi mirada se clavó en los hermosos ojos claros de Melisa y en un primer plano; sobre la portada, unos urogallos que ilustraban el empaste de Cortan el aire las alas silvestres”.


“Ahora sé que el viento es como un papel que se puede cortar con el roce de la piel o las alas de los ángeles. Ahora sé que las manos de Dios son ramas de árboles donde podemos anidar, Ahora sé que los huesos se quiebran como ánfora contra las piedras y que el Artesano recoge los añicos y remienda en un nuevo cántaro.

Sé que no fue una pesadilla la que viví y que soy de los pocos afortunados dueños de una segunda oportunidad. Sé que tengo en mis manos la novela que hace tiempo quería rescatar y que en algún recodo del camino perdí. Sé que a la par de ella; en el estante de mi biblioteca, letras escritas hace más de dos mil años resonarán en mis oídos en palabras de consuelo y alivio.

No recuerdo con certeza si estuve en aquel bar aquella noche. Si sobre el hombro de algún desconocido, cuervos se posan en tenebrosas calaveras; o si en los oídos, una voz persistente invita a acabar con nuestras vidas. Lo que sé es que no es necesario lanzarse al abismo para que la vida transcurra en segundos. Cada fragmento de tiempo se suma en un continuo avance y en nuestra mente se graban recuerdos que cuando queremos, se rescatan de las entrañas mismas del subconsciente. El arte es recordar los mejores.

 


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