sábado, 12 de enero de 2013


EL CARBONERO

Colocada sobre el poste de aquella cerca, una lata invertida reflejaba el sol de la mañana, la que a lo lejos me invitaba a acercarme.  Aquel portón de alambres y troncos que limitaba la entrada a aquella propiedad me causaba unos deseos intensos de transgredir los linderos.
Mi corazón se aceleraba al escurrirme entre el alambrado de púas al lado de la entrada y a cada paso que daba me preguntaba si era correcto lo que estaba haciendo.  Se decía que en la pequeña y destartalada casucha levantada sobre aquellos agrestes terrenos vivía el viejo carbonero del pueblo, un ser sacado de una febril mente que según algunos resucitaba cada noche de las cenizas.  Algunos incluso lo veían arder durante la noche para luego perseguir furioso, envuelto e llamas a quienes se atrevieran transitar por su propiedad.   Es por eso que decidí espiarlo a plena luz del día, con la esperanza de no encontrármelo con las ropas encendidas y la cara iluminada en actitud desafiante. 
Atravesé un polvoriento camino, bordee un establo vacío, y llegué hasta una cerca viva de amapolas. Ahí me detuve al observar la chimenea humeante de la vieja casucha.  Suponía que adentro un anciano barbudo con ennegrecidas ropas me saldría al encuentro y en cualquier momento se prendería en llamas hasta sacarme del susto de aquellas inmensidades.
No estaba equivocado, un anciano de luengas barbas, andar taciturno y ropas maltratadas, que destilaba hollín como brea, se asomó por el hoyo de la desvencijada puerta.   Yo sólo le devolví el gesto con otra sonrisa, una tímida y casi imperceptible.  Cómo no tenía un pretexto seguro del por qué estaba ahí, se me ocurrió la lógica idea de preguntarle si me podía vender una medida de carbón suficiente para encender una parrilla, a la que él respondió con una gesto entre sus manos, llamándome a ingresar a la vivienda.  Estando ahí pude ver entre anaqueles, fierros viejos y paredes ennegrecidas varias fotos de él en un barco pesquero.  Pude apenas divisar su figura con sombrero de capitán y un habano entre sus dedos.  Parecía feliz desafiando olas, lanzando redes y remontando a cubierta, miles de peces de variados tamaños.
A punto estaba de lanzarle la pregunta obligada sobre la suerte de su vida, cuando me despachó de inmediato, entregando en mis manos medio saco de un negro carbón reluciente,  seco y oloroso, apto para ser encendido en cualquier fogón o parrillada que quisiera. Se acercó tanto a mí que me vi forzado a salir de prisa y reconocí al instante  que me debía de ir. Intenté acercarme de nuevo a su persona con la intención de cancelar el valor de la compra, pero de su rostro que apenas relucía el blanco de sus ojos, una mueca universal de desaprobación, me indicaba que mejor me alejara.  Supuse entonces que amablemente me regalaba la mercancía.
Cuando me voltee por fin para devolverme por el mismo camino, me sorprendí de noche, envuelto en una espesa neblina y el sonido de animales nocturnos merodeando en mi cabeza, hasta que luego un silencio sepulcral que duró varios minutos se adueñó de aquel terrible lugar. Miré entonces con miedo de reojo hacia atrás y la figura de aquel vetusto hombre envuelto en llamas y la vieja cabaña también incendiada, me confirmó que la mente a veces nos juega extrañas pasadas que nunca sabremos comprender. ¿Estaba despierto o dormido?.  Lo cierto es que mis pies respondieron instintivamente a la llamada de huida  los que me condujeron de prisa fuera de los linderos de aquella maldita propiedad. 
Hoy les cuento a mis hijos que aún me provoca escalofríos contar aquella historia.  Luego supe que aquel desdichado capitán fue un holandés que terminó siendo carbonero en un alejado rincón de mi país en donde viví mi infancia.  Tuvo la mala suerte de que por un accidente el barco que navegaba estalló en llamas, muriendo gran parte de su tripulación; excepto él, quien fue rescatado del naufragio aferrado a un madero en altamar.  Cargó con la culpa toda su vida y es por eso que algunos dicen que en todas las noches, aquel desgraciado hombre se encendía en llamas para sufrir lo que vivieron aquellos infortunados marineros y decidió  ser carbonero en recuerdo de aquella historia.
 

                   

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