EL CARBONERO
Colocada sobre el poste de
aquella cerca, una lata invertida reflejaba el sol de la mañana, la que a lo
lejos me invitaba a acercarme. Aquel
portón de alambres y troncos que limitaba la entrada a aquella propiedad me
causaba unos deseos intensos de transgredir los linderos.
Mi corazón se aceleraba al
escurrirme entre el alambrado de púas al lado de la entrada y a cada paso que
daba me preguntaba si era correcto lo que estaba haciendo. Se decía que en la pequeña y destartalada
casucha levantada sobre aquellos agrestes terrenos vivía el viejo carbonero del
pueblo, un ser sacado de una febril mente que según algunos resucitaba cada
noche de las cenizas. Algunos incluso lo
veían arder durante la noche para luego perseguir furioso, envuelto e llamas a
quienes se atrevieran transitar por su propiedad. Es por eso que decidí espiarlo a plena luz
del día, con la esperanza de no encontrármelo con las ropas encendidas y la
cara iluminada en actitud desafiante.
Atravesé un polvoriento
camino, bordee un establo vacío, y llegué hasta una cerca viva de amapolas. Ahí
me detuve al observar la chimenea humeante de la vieja casucha. Suponía que adentro un anciano barbudo con
ennegrecidas ropas me saldría al encuentro y en cualquier momento se prendería
en llamas hasta sacarme del susto de aquellas inmensidades.
No estaba equivocado, un
anciano de luengas barbas, andar taciturno y ropas maltratadas, que destilaba
hollín como brea, se asomó por el hoyo de la desvencijada puerta. Yo sólo le devolví el gesto con otra
sonrisa, una tímida y casi imperceptible.
Cómo no tenía un pretexto seguro del por qué estaba ahí, se me ocurrió
la lógica idea de preguntarle si me podía vender una medida de carbón
suficiente para encender una parrilla, a la que él respondió con una gesto
entre sus manos, llamándome a ingresar a la vivienda. Estando ahí pude ver entre anaqueles, fierros
viejos y paredes ennegrecidas varias fotos de él en un barco pesquero. Pude apenas divisar su figura con sombrero de
capitán y un habano entre sus dedos.
Parecía feliz desafiando olas, lanzando redes y remontando a cubierta,
miles de peces de variados tamaños.
A punto estaba de lanzarle
la pregunta obligada sobre la suerte de su vida, cuando me despachó de
inmediato, entregando en mis manos medio saco de un negro carbón
reluciente, seco y oloroso, apto para
ser encendido en cualquier fogón o parrillada que quisiera. Se acercó tanto a
mí que me vi forzado a salir de prisa y reconocí al instante que me debía de ir. Intenté acercarme de
nuevo a su persona con la intención de cancelar el valor de la compra, pero de
su rostro que apenas relucía el blanco de sus ojos, una mueca universal de
desaprobación, me indicaba que mejor me alejara. Supuse entonces que amablemente me regalaba
la mercancía.
Cuando me voltee por fin
para devolverme por el mismo camino, me sorprendí de noche, envuelto en una
espesa neblina y el sonido de animales nocturnos merodeando en mi cabeza, hasta
que luego un silencio sepulcral que duró varios minutos se adueñó de aquel terrible
lugar. Miré entonces con miedo de reojo hacia atrás y la figura de aquel
vetusto hombre envuelto en llamas y la vieja cabaña también incendiada, me
confirmó que la mente a veces nos juega extrañas pasadas que nunca sabremos
comprender. ¿Estaba despierto o dormido?.
Lo cierto es que mis pies respondieron instintivamente a la llamada de huida los que me condujeron de prisa fuera de los linderos de aquella maldita
propiedad.
Hoy les cuento a mis hijos
que aún me provoca escalofríos contar aquella historia. Luego supe que aquel desdichado capitán fue
un holandés que terminó siendo carbonero en un alejado rincón de mi país en
donde viví mi infancia. Tuvo la mala
suerte de que por un accidente el barco que navegaba estalló en llamas,
muriendo gran parte de su tripulación; excepto él, quien fue rescatado del naufragio
aferrado a un madero en altamar. Cargó
con la culpa toda su vida y es por eso que algunos dicen que en todas las
noches, aquel desgraciado hombre se encendía en llamas para sufrir lo que
vivieron aquellos infortunados marineros y decidió ser carbonero en recuerdo de aquella
historia.
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