EL COLECCIONISTA DE
RECUERDOS
Qué es la vida sino un
cúmulo de recuerdos acumulados en
nuestra mente. A veces se nos presentan
coherentes y secuenciales, a veces fraccionados y sin sentido.
Un objeto o evento puede
desencadenar la salida a la luz de nuestros más recónditas evocaciones, incluso
un olor particular nos puede conducir a un preciso momento de muestra infancia
quizás a los primeros días en que ingresamos a la escuela o en nuestra
adolescencia a los brazos mullidos de nuestro primer amor, aquel de “mariposas
en el estómago” En fin los seres humanos
reelaboran constantemente su existencia a partir de las experiencias vividas durante años, de
coleccionar recuerdos para luego revivirlos algunos sólo en la mente, otros en
el papel o en las pantallas de las computadoras.
Los recuerdos se convierte
entonces en la sustancia de la que se nutren los escritores…
¡Soy uno de ellos!…
Un coleccionista de recuerdos...
LA MONEDA
Me incliné a recoger la
moneda que se me había caído de mi roído pantalón y entonces me di cuenta de
que entre las piedras aún crecen dientes de león, apasotes y hojas de llantén,
de aquellas que en mi infancia acostumbraba arrancar para hacer según yo empanaditas machacadas con mis
manos.
Al incorporarme de
nuevo el viento de la tarde me hizo cerrar por un instante mis ojos y
entonces divisé al ave de alas negras sobre mis cafetales que ya no están y a
lo lejos las verdes montañas cuajadas de frondosas copas de malinche.
Ahora de nuevo abro mis
ojos, molesto por una partícula de polvo que me hace lagrimar. Me veo entonces derramando mi primer llanto
por la niña que me había abandonado en medio del patio de mi escuela.
Me seco la cara y mientras
espero el autobús me recuesto en un poste de luz, entonces revolotean en mi mente
los viejos bombillos de campana que iluminaban mi antiguo barrio, de incendios
constantes en casas de madera, de confites gratis en la pulpería de Don Juan;
de rayuelas en la acera y cuerdas en movimiento en espera de que pequeños pies
se atrevan a saltarlas. De un beso a
escondidas en el portal de alguna vivienda y santos en andas en Semana Santa,
de molinos de maíz en la madrugada y cometas de bambú en las plazas
Busco en mi bolsillo la
moneda para completar el pasaje. Me doy
cuenta de que me faltan cincuenta colones y reconozco que era la moneda que se
me había caído; la que escasos minutos atrás sacudió estos breves recuerdos, como una instantánea en mi mente.
Abordo el autobús…
CRISTALES
DE VIENTO

Ayer
entró el viento en las rendijas de mi puerta y con él el sonido de la
lluvia Llovía y cada gota golpeaba mis
oídos y se acunaba en mi corazón que de sobresalto se aceleraba cada vez
más. Recordé entonces las interminables
tardes frías de mis inviernos de infancia sentado en algún pupitre de mi escuela,
mientras mi maestra se esmeraba a enseñarme a leer y a mejorar año a año mi
torpe caligrafía y mi rudimentaria ortografía.
Recuerdo aquella lluvia horadar surcos sobre el amarillo césped del
amplio patio, imposible de pisar por el agua empozada a cada palmo del terreno. Recuerdo la lluvia empañar todas las ventanas
que a lo largo de mi existencia fueron cristales de viento que se interponían
entre mis ojos y la realidad tangible.
Ventanas de escuela, parabrisas de autos, ventanales de autobuses,
vidrieras de tiendas, espejos colgando en alguna de las paredes, ventanas de
hogares que ya ni están, lentes en mi cara.
Pareciera que la vida se enmarca mejor detrás de algún cristal, se
controla y reduce nuestro planeta en el transparente límite de aquella
invención de cristales fundidos. Detrás
de las ventanas nuestro mundo se rehace
minuto a minuto mientras apenas somos espectadores, a veces pasivos, a veces activos
Detrás
de las ventanas escucho aún el sonido de
voces lejanas que me conducen a mis primeros años de vida…
SOMBRAS
EN LA PARED

Me
introduzco en la penumbra de la habitación con solo el objeto de mirar flamear
la vela sobre el recipiente plástico que al final de su existencia terminaba
por derretirse. Me encantaba quedarme
estático en la oscuridad, hipnotizado
por la roja llama que si no fuera por la briza que salía de las rendijas de las
paredes de madera o mi aliento, apenas se movía. Me encantaba también el
místico olor a cera fundida que manaba de ellas que era como un incienso que me
conectaba con el mundo espiritual. Sólo cuando soplaba adrede sobre ella, sombras se proyectaban en particular vaivén
en el cielo raso y el entablillado de aquella habitación. Mi madre acostumbraba
encender una velita cada vez que mi padre se ausentaba algunos días o semanas o
la enfermedad se apropiaba de mi hogar.
Recuerdo estampitas de santos y un Sagrado Corazón de Jesús iluminarse
apenas por la flama de esas velitas, colocadas como dije a veces en pequeños frasquitos plásticos, y en otras
sobre la superficie del agua, flotando sobre una capa de aceite. Lo que sé es
que en la nostalgia que significa recordar esa escena, mi corazón se estremece
aún en mi vida de adulto por la luz de cualquier vela, pues siempre significó
para mí una necesidad que urgía solventarse y una súplica al mismo cielo por la
seguridad y salud de alguien en la familia.
PÁJAROS LEJANOS
Miro aquella mancha roja en
las ramas del limonero, lo veo a lo lejos e intento acercarme furtivo. Quizás el sonido de mis pies me delatan y el
cardenal sale huyendo. Miro la paloma
mimetizándose sobre la gris cornisa del edificio, sólo el rojo rubí de sus ojos me recuerdan
que está vivo. Alas negras en lontananza
flotando sobre la amarilla tarde me sorprenden
más allá de las ventanas del autobús, mientras un gavilán sobre alguna
plaza levita en busca de su presa.
Comemaíces en el suelo, picoteando la hierba fresca en tardes de
invierno, son compañeros de siempre cuando transito la ciudad. Azulejos se cruzan en constante algarabía en
mi campo visual entre los parques y el
bosque y el sonido de jilgueros colgando de alguna jaula me recuerdan que ando
preso entre los humanos. Llega entonces
la noche y sobre los caminos, olvidados, el ululante sonido del autillo se pega
a mis oídos sin dejarme dormir. No será
hasta que el lejano sonido de algún gallo me anuncia una nueva mañana …
Aves flotando en mi cabeza,
sonidos lejanos, sonidos actuales, que aún me sorprenden, colores intensos surcando
los aires; verde profundo confundiendo las
hojas, todos ellos coloreando la vida, haciéndola más afable.
“Pájaros lejanos
Como lejanos recuerdos
Que aún siguen viviendo
Arrullando mis versos”.
Sobre aquel cementerio de fierros viejos mis pies anduvieron en equilibrio sorteando maltrechas máquinas agrícolas y refacciones de autos. Me adentré en el esqueleto de una vieja camioneta abandonada y me senté frente al volante para imitar que andaba en media carretera conduciéndola a alta velocidad. Al lado de un montículo de electrodomésticos en desuso dejé mi bicicleta junto a la de mi amigo Antonio, mientras nos divertíamos ambos tratando de acertar puntería contra una pila de botellas de vidrio vacías.
Fue cuando íbamos por la décima botella quebrada cuando recibimos una epifanía del cielo de esas ideas locas de juventud que según nosotros iba a sacarnos de la pobreza. Decidimos recolectar botellas de vidrio vacías para luego irlas a entregar a un centro de acopio que quedaba un tanto lejos de nuestras respectivas viviendas pero que en bicicleta, seguro la ruta se acortaba. Lo cierto es que en los siguientes días nos adentramos por cuanto lote baldío veíamos y recolectamos entre los vecinos las ansiadas botellas de refrescos y licor, en espera de que nos dieran buena cantidad de dinero por ellas.
Recuerdo llenarnos de purrujas, unos pequeños insectos que pican como el demonio y plantas de ortiga provocarnos salpullido por todo el cuerpo cada vez que entrábamos a los terrenos abandonados; además de decenas de vecinos cerrarnos las puertas en las narices con la insolencia de aquellos que no quieren ser molestados por jóvenes insistentes como nosotros.
Lo cierto es que después de dos días de recolección logramos llenar un bolsón con aproximadamente cincuenta botellas. Mi bicicleta estaba maltrecha para utilizarla, así que decidimos amarrar a como pudimos, las botellas en el respaldo de la bicicleta de mi amigo.
Y ahí montados en medio de aquel saco de redomas, mi escuálida figura de entonces y mi amigo Antonio, nos fuimos contentos al centro de acopio según nosotros a recibir la gran fortuna esperada.
Atravesamos medio barrio y antes de llegar a la intersección de la carretera, mi muy querido y aguzado compañero de aventuras se le ocurrió la “genial idea” de pasar frente a la casa de una amiga y admiradora suya; Katia, con el fin de “pavonearse” y demostrarle sus dotes de ciclista y ahora nuevo “hombre de negocios”. En el preciso instante que pasábamos por su casa, ella iba saliendo y como si fuera película de Hollywood y el destino se confabulara en contra nuestra, el conductor de la bicicleta, quien no era más que mi estimado Antonio, dio un mal giro y con todo y botellas fuimos a parar al suelo. Se pueden imaginar mis lectores que más de la mitad de ellas se quebraron y otras tantas fueron a parar a los caños cercanos.
Esa tarde solo se escuchó en aquella calle la risa burlona y a la vez tímida de aquella bella chiquilla, y el murmullo entre dientes entre Antonio y yo quienes de un salto nos levantamos y comenzamos de prisa a recoger las desventuradas botellas que habían sobrevivido al percance, mientras suplicábamos al mismo cielo nos tragara la tierra.
Como han de suponer, ese día solo recibimos unas cuantas monedas por aquella mercadería y decidimos humillados disolver la sociedad hasta nuevo aviso.
¿La moraleja que me dejó esta historia?
Definitivamente hay una máxima universal:
“No hay que mezclar los negocios con el placer… mucho menos con el amor”
¡Ah, y la próxima vez me conduzco en mi propio medio de transporte!