LOS DURAZNOS DE DON ABUNDIO
Caminaba muy caviloso
nuestro amigo don Abundio, cuando al pasar por el camino que lleva al pueblo de
San Roque se topó con un árbol de duraznos de cuyas ramas pendían las doradas
frutas.
-Hace tiempo que mi estómago pide comer duraznos, pero soy tan viejo y débil que no puedo subir a cortarlos. ¿Qué voy a hacer?, dijo para sí Don Abundio. ¡Ya sé!, prosiguió, al primer paisano que me tope le pediré que me baje las frutas y con ello comprobaré además si aún en este pueblo quedan personas buenas que hagan una caridad a un pobre anciano como yo.
Y en efecto, como si la gente supiera las intenciones de aquel viejo, apareció el primer pueblerino; don Carlos Pacheco, hombre vetusto dueño de grandes tierras y trabajador muy honrado. Su único defecto era la sed por el dinero.
-¡Hola mi viejo Abundio! -exclamó don Pacheco-, ¿qué hace tan sólo por estos lados?.
-No nada, -contestó don Abundio- ¿Ha visto qué hermosos que están esos duraznos?. Lástima que soy tan viejo como dices, porque sino me subiría a ese árbol, apearía esas deliciosas frutas y me las comería todas. ¡Ah! -suspiró- ¡qué ganas les tengo.
Mira Pacheco, ¿me podrías hacer el favor de cortarme algunas como un gran favor de amigo?
Don Pacheco, que es hombre de hacerle negocio a todo y a todos meditó un buen rato y al final exclamó:
-Bueno querido amigo, lo que me pides es imposible. Treparme a ese árbol así porque así resulta muy peligroso. ¿Qué tal si me caigo y me quiebro las costillas?. Si me da ahora mismo diez monedas se las bajo con gusto, sino, no...
Y don Abundio muy triste se metió las manos en los bolsillos y lo único que encontró fue cinco viejas monedas, herrumbradas y negras.
-¿Te sirve esto?
-No exclamó don Pacheco, por cinco monedas no, y se fue por donde vino.
Al rato pasó un muchacho de elegante figura y buen porte. Esta vez se trataba del joven Pedro Montealegre, hijo de una familia muy adinerada del lugar.
-¡Hola Pedro!. ¿Cómo estás?.
-¿Me hablaba a mí?, casi como ignorándolo.
-¡Sí a ti joven!, recuerdo que eres hijo de mi gran amigo Juan el de la finca "Los perales". Hace rato que estoy aquí esperando a que alguien me ayude a apear esos duraznos que ves ahí -señalando a las ramas del árbol-.Vino primero un amigo mío y no pudo hacerlo. ¿Lo harías tu por mí?.
El joven que al parecer tenía mucha prisa y que por llevar unos cuadernos en la mano se dirigía al colegio del lugar acabó por decirle:
-No viejito, -dirigiéndose al anciano en forma despectiva- yo no puedo ayudarlo, pues tengo mucha prisa, debo ir a estudiar y ya es tarde, que sea otro día, hoy no...
Y sin decir más, salió corriendo mientras la sirena del colegio anunciaba la entrada a clases. Don Abundio se quedó diciendo entonces:
-Como que nadie me quiere ayudar este día. Bueno espero que pronto alguien venga en mi auxilio.
Al medio día, mientras el sol brillaba en lo alto y hacía más madurar los duraznos, vemos a don Abundio aguardando pacientemente a la sombra del árbol. De pronto sus cansados ojos divisaron a lo lejos dos conocidas figuras; los hermanos Solano, José y Martín, dos jóvenes de escasos trece y quince años, ambos conocidos en el pueblo por ser las personas más burlitas del lugar. En cuanto los vio nuestro amigo don Abundio se levantó con dificultad por su ya avanzado reumatismo y esperó a que ellos pasaran por ahí.
-¿Cómo estás viejo cacreco? -exclamó José-.
Y siguiendo la broma su hermano mayor contestó:
-Cuidado se me quiebra viejito.
Luego lo rodearon y empezaron a burlarse y a reírse de él. Cuando terminaron, el pobre don Abundio se sentó en una roca y sacando su viejo pañuelo rojo del bolsillo se limpió el sudor de la frente.
-Muchachos, déjenme decirles algo. Ya estoy demasiado anciano para jugar con ustedes, pero les permitiré que se burlen de mí si antes me hacen un favor. Les pido que me bajen esos duraznos de aquel árbol. Si así lo hacen, los repartimos entre todos. Por favor se los pido por amor al Cielo ya que me muero por comerlos.
Entonces los muchachos se apartaron del camino e idearon un plan para sacarle provecho al asunto y a la vez burlarse del pobre hombre.
-¡Bueno donsito!, exclamó Martín el mayor, nosotros le apeamos las frutas pero para ello usted tendrá primero que vendarse los ojos con su pañuelo, pues dicen que si alguien ve a una persona cortando frutas de un árbol, éstas se pudren en el acto y eso no lo quiere usted ¿verdad?.
-Claro que no, dijo inocentemente el pobre don Abundio. ¡Tápenme los ojos, si así tiene que ser...!
Y los condenados muchachos entre risas lo vendaron y hasta le dieron varias vueltas para marearlo.
-Es que es necesario que no sepa dónde estamos, porque de lo contrario usted se puede quitar el pañuelo y todo se echaría a perder -exclamó el menor de ellos-.
Y tantas fueron las vueltas que le dieron al pobre anciano que hasta tropezó con una piedra y cayó rendido al suelo.
Y alejándose los muchachos entre burlas y carcajadas, quedó nuestro amigo Abundio en el suelo a merced del brillante sol y aún con la venda atada a sus rostro.
En la trifulca, se había desmayado y soñó con sus duraznos en las manos, con un mundo mejor donde las personas eran buenas y caritativas y que no se burlaban de él.
Fuera de este sueño, la vida transcurría igual. El sol de la tarde brillaba ya muy cerca de la silueta de las montañas. Aquellos rebosantes duraznos pendían jugosos aún sobre las altas ramas del árbol y el camino que llevaba al pueblo de San Roque permanecía incólume y silencioso.
De pronto una fuerte ráfaga que provino del éste empezó a mover las copas de los árboles vecinos y cual fuese un milagro, movió con furia los preciados duraznos de nuestro cuento, tirándolos al suelo con una fuerza incontenible. Y sobre la hierba decenas de rica fruta llenaron el campo y no quedó ni una de ellas en las ramas.
Horas después cuando la luz del crepúsculo silueteaba las formas aún reconocibles, nuestro viejo don Abundio despertó de su letargo y quitándose el pañuelo, logró divisar sorprendido el milagro ocurrido.
Apoyándose firmemente de una roca, se levantó y recogió sus preciados duraznos, mientras daba gracias al Creador que todo lo puedo. El único que atendió sus ruegos.
-Hace tiempo que mi estómago pide comer duraznos, pero soy tan viejo y débil que no puedo subir a cortarlos. ¿Qué voy a hacer?, dijo para sí Don Abundio. ¡Ya sé!, prosiguió, al primer paisano que me tope le pediré que me baje las frutas y con ello comprobaré además si aún en este pueblo quedan personas buenas que hagan una caridad a un pobre anciano como yo.
Y en efecto, como si la gente supiera las intenciones de aquel viejo, apareció el primer pueblerino; don Carlos Pacheco, hombre vetusto dueño de grandes tierras y trabajador muy honrado. Su único defecto era la sed por el dinero.
-¡Hola mi viejo Abundio! -exclamó don Pacheco-, ¿qué hace tan sólo por estos lados?.
-No nada, -contestó don Abundio- ¿Ha visto qué hermosos que están esos duraznos?. Lástima que soy tan viejo como dices, porque sino me subiría a ese árbol, apearía esas deliciosas frutas y me las comería todas. ¡Ah! -suspiró- ¡qué ganas les tengo.
Mira Pacheco, ¿me podrías hacer el favor de cortarme algunas como un gran favor de amigo?
Don Pacheco, que es hombre de hacerle negocio a todo y a todos meditó un buen rato y al final exclamó:
-Bueno querido amigo, lo que me pides es imposible. Treparme a ese árbol así porque así resulta muy peligroso. ¿Qué tal si me caigo y me quiebro las costillas?. Si me da ahora mismo diez monedas se las bajo con gusto, sino, no...
Y don Abundio muy triste se metió las manos en los bolsillos y lo único que encontró fue cinco viejas monedas, herrumbradas y negras.
-¿Te sirve esto?
-No exclamó don Pacheco, por cinco monedas no, y se fue por donde vino.
Al rato pasó un muchacho de elegante figura y buen porte. Esta vez se trataba del joven Pedro Montealegre, hijo de una familia muy adinerada del lugar.
-¡Hola Pedro!. ¿Cómo estás?.
-¿Me hablaba a mí?, casi como ignorándolo.
-¡Sí a ti joven!, recuerdo que eres hijo de mi gran amigo Juan el de la finca "Los perales". Hace rato que estoy aquí esperando a que alguien me ayude a apear esos duraznos que ves ahí -señalando a las ramas del árbol-.Vino primero un amigo mío y no pudo hacerlo. ¿Lo harías tu por mí?.
El joven que al parecer tenía mucha prisa y que por llevar unos cuadernos en la mano se dirigía al colegio del lugar acabó por decirle:
-No viejito, -dirigiéndose al anciano en forma despectiva- yo no puedo ayudarlo, pues tengo mucha prisa, debo ir a estudiar y ya es tarde, que sea otro día, hoy no...
Y sin decir más, salió corriendo mientras la sirena del colegio anunciaba la entrada a clases. Don Abundio se quedó diciendo entonces:
-Como que nadie me quiere ayudar este día. Bueno espero que pronto alguien venga en mi auxilio.
Al medio día, mientras el sol brillaba en lo alto y hacía más madurar los duraznos, vemos a don Abundio aguardando pacientemente a la sombra del árbol. De pronto sus cansados ojos divisaron a lo lejos dos conocidas figuras; los hermanos Solano, José y Martín, dos jóvenes de escasos trece y quince años, ambos conocidos en el pueblo por ser las personas más burlitas del lugar. En cuanto los vio nuestro amigo don Abundio se levantó con dificultad por su ya avanzado reumatismo y esperó a que ellos pasaran por ahí.
-¿Cómo estás viejo cacreco? -exclamó José-.
Y siguiendo la broma su hermano mayor contestó:
-Cuidado se me quiebra viejito.
Luego lo rodearon y empezaron a burlarse y a reírse de él. Cuando terminaron, el pobre don Abundio se sentó en una roca y sacando su viejo pañuelo rojo del bolsillo se limpió el sudor de la frente.
-Muchachos, déjenme decirles algo. Ya estoy demasiado anciano para jugar con ustedes, pero les permitiré que se burlen de mí si antes me hacen un favor. Les pido que me bajen esos duraznos de aquel árbol. Si así lo hacen, los repartimos entre todos. Por favor se los pido por amor al Cielo ya que me muero por comerlos.
Entonces los muchachos se apartaron del camino e idearon un plan para sacarle provecho al asunto y a la vez burlarse del pobre hombre.
-¡Bueno donsito!, exclamó Martín el mayor, nosotros le apeamos las frutas pero para ello usted tendrá primero que vendarse los ojos con su pañuelo, pues dicen que si alguien ve a una persona cortando frutas de un árbol, éstas se pudren en el acto y eso no lo quiere usted ¿verdad?.
-Claro que no, dijo inocentemente el pobre don Abundio. ¡Tápenme los ojos, si así tiene que ser...!
Y los condenados muchachos entre risas lo vendaron y hasta le dieron varias vueltas para marearlo.
-Es que es necesario que no sepa dónde estamos, porque de lo contrario usted se puede quitar el pañuelo y todo se echaría a perder -exclamó el menor de ellos-.
Y tantas fueron las vueltas que le dieron al pobre anciano que hasta tropezó con una piedra y cayó rendido al suelo.
Y alejándose los muchachos entre burlas y carcajadas, quedó nuestro amigo Abundio en el suelo a merced del brillante sol y aún con la venda atada a sus rostro.
En la trifulca, se había desmayado y soñó con sus duraznos en las manos, con un mundo mejor donde las personas eran buenas y caritativas y que no se burlaban de él.
Fuera de este sueño, la vida transcurría igual. El sol de la tarde brillaba ya muy cerca de la silueta de las montañas. Aquellos rebosantes duraznos pendían jugosos aún sobre las altas ramas del árbol y el camino que llevaba al pueblo de San Roque permanecía incólume y silencioso.
De pronto una fuerte ráfaga que provino del éste empezó a mover las copas de los árboles vecinos y cual fuese un milagro, movió con furia los preciados duraznos de nuestro cuento, tirándolos al suelo con una fuerza incontenible. Y sobre la hierba decenas de rica fruta llenaron el campo y no quedó ni una de ellas en las ramas.
Horas después cuando la luz del crepúsculo silueteaba las formas aún reconocibles, nuestro viejo don Abundio despertó de su letargo y quitándose el pañuelo, logró divisar sorprendido el milagro ocurrido.
Apoyándose firmemente de una roca, se levantó y recogió sus preciados duraznos, mientras daba gracias al Creador que todo lo puedo. El único que atendió sus ruegos.
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