El DON
Yo sé que tengo el don... aquel que me fue
dado desde mis primeros años de vida pero que con el tiempo se fue diluyendo
entre las necedades de la adultez. Estoy seguro además, que no soy el único en
poseerlo. Años atrás lo supe mientras en el camino contemplaba absorto al
halcón de alas amarillas que proyectado contra las nubes grises me recordaba lo
cerca que estaba de llegar a la
barriada.
El peregrino que se había cruzado conmigo esa
fría mañana de noviembre me lo había
susurrado al oído, mientras me miraba fijamente a los ojos.
Con su voz que aún no identifico si se
trataba de alguien joven o avanzado en años me había insinuado que a él le
habían dado también ese mismo don:
"...si no me crees, escucha el canto en
las cornisas..."
Recuerdo haber caminado aquel día con él sin
pronunciar palabra alguna por un corto tiempo antes de entrar al caserío, donde
su silueta se perdió entre las callejuelas repletas de cotidianas labores
humanas.
Antes de despedirse, se dirigió de nuevo a
mí con apenas una imperceptible frase
que difícilmente logré reconocer:
"...Mira con detenimiento la tarde
detrás de las perlas colgantes..."
En otra ocasión que no preciso si fue ayer,
el año pasado o hace muchos años atrás, rebuscando
entre los papeles de un cajón, me encontré con una viejas cartas de antiguas
amistades, aquellas que ya ni lo son, porque los años se encargaron de
alejarnos, o porque simplemente había decidido olvidarme de ellas.
Al leerlas bajo la tenue luz de una vela,
porque en aquella extraña tarde, el fluido eléctrico se había ido, encontré
frases que al unirlas con detenimiento
formaron ideas que solo años después adquirirían sentido:
"...el azul se te pegará a tus ojos...
aunque las arenas no estén debajo de tus pies..."
También en las mismas páginas del nuevo
testamento que no tan a menudo leo, pero que reconforta mi alma cada vez que lo
hago, confirma mis sospechas de que poseo el don... el que al menos una vez al
día se me manifiesta. Como el pasaje de los pajarillos del campo que según el
texto, Dios les proporciona el alimento diario, o la parábola de la semilla de
mostaza que me recuerda el significado verdadero del Reino de los Cielos.
En otras ocasiones algunos extraños que de
vez en cuando coincidieron conmigo a lo largo de mi vida se acercaron a mí para
recordarme que yo poseía ese don. Como el mendigo que una vez me señaló la mota
de diente de león que relucía tímida entre el concreto de la ciudad o el
discapacitado que ayer me suplicó, me
detuviera para colocarle su reloj de pulsera que se le había desprendido y que
con solo una sonrisa, recuerdo me saludó agradecido por la ayuda otorgada...
Y es que al analizarlo detenidamente, llego a
la conclusión de que no soy diferente a ninguna otra persona, más bien creo, me
confundo entre una mayoría que aún no encuentra su lugar en este mundo y se
pierde al igual que yo, entre el deber y el hacer, entre el querer y el no
poder. Porque aún tienen miedo de
liberar su espíritu y más bien se refugian en infinidad de fórmulas y
patrones preconcebidos, buscando integrarse a una sociedad cada vez más difícil
de comprender.
Mi don lo tienen muchos, y estoy seguro que
todos nacemos con él. Algunos lo desarrollan conforme transcurren los años,
otros lo pierden en el camino y quizás al final de su existencia lo vuelven a
recuperar porque regresan a una vida más contemplativa. De mi parte, aquel don desde muy pequeño se
me había pegado a mi cuerpo y mi alma, como una lapa a la roca.
Mis maestras de primaria lo habían notado
cuando en clase yo no dejaba de admirar la mariposa que revoloteaba en la
ventana de mi aula en busca de una salida al jardín y en mi afán de socorrerla
me ponía de pie sin el permiso de ellas para encaramarme en una silla y así
abrir la ventana a la infortunada criatura.
Mi don es completamente humano, diría
primigenio, nacido desde los primeros tiempos de la humanidad. Es humano,
porque es intrínseco al hombre y es
divino, porque nos fue dado por el Padre, el
mismo Alfa y Omega, el principio y fin de todo...
Con los años me he dado cuenta que este don
no puede dejar de manifestarse en mi y para dicha mía he descubierto que son
más quienes lo poseen, que los que no.
Quizás los niños, los poetas, los artistas, las personas libres de
pensamiento, los viajeros, los altruistas, los soñadores, los optimistas y por
supuesto las personas que van por la vida muy de la mano de su Dios; sin
importar a qué religión pertenecen, son
quienes lo poseen.
El don del que hablo es el don de reconocer
en cada manifestación de la naturaleza, en cada acción humana la obra del
Creador.
No me ufano en ello, pues como ya dije sé que
muchos lo poseen... y quienes no lo han descubierto...las hojas de arce cayendo
en otoño, el resplandor del sol en la hierba tras el rocío de la mañana, la
cálida mano del amante sobre otra, la
lágrima silenciosa que resbala en la mejilla tan solo por escuchar una antigua
melodía o el solo hecho de sentir en la piel el viento de la tarde colándose
por las rendijas de la puerta, son algunos de los pretextos para recordarnos
que aún poseemos ese don...
Ahora reconozco que el canto en las cornisas
era el arruyo de alguna descuidada paloma que escuchaba a menudo en mis días de
infancia, aquella que aún resuena en mis oídos.
Ahora sé que mirar con detenimiento la tarde
detrás de las perlas colgantes significa contemplar el arcoiris sobre las gotas
de lluvia que colgando de alguna tela de araña aún me hace reír, y por último
el azul en mis ojos, no precisamente es el ancho mar...sino mis montañas que en
lontananza adquieren el color mismo de cielo... De eso se trata mi don, el don
del que les hablo...