LA RAMA DE OLIVO
Mi baja estatura me impedía
mirarle; sólo recuerdo a una muchedumbre ansiosa seguir a aquel personaje
montado sobre un burro, camino a Jerusalén.
Recuerdo también como algunos hacían alfombras de sus propias
vestimentas para que el extraño con su animal de tiro no pisara el polvoriento
suelo del desierto. Supongo que desde
las alturas de Betfagé *, los vítores y hosannas se escuchaban como una sola
masa viviente de acordes unísonos: “¡Bendito el que viene en nombre del
Señor”. Yo permanecía aturdido entre
tanta gente y a mis escasos siete años, no comprendía nada de los que sucedía. Sólo seguía presuroso a mi madre, que
angustiada deseaba a toda costa encontrarse con aquel humilde hombre de
sencillas vestiduras. En un momento y
antes de llegar a la vía principal que conducía a la ciudad nos topamos
con el tronco desnudo de varias palmeras
cuyas ramas ya ni existían, pues muchos ya las habían arrancado de cuajo para
levantarlas como pendones al paso de aquel hombre. Por más que rebuscamos entre arbustos
espinosos, palmeras y árboles, no encontramos nada digno de ofrendar. Después de minutos de tan infructuosa
búsqueda decidimos recoger del suelo una seca rama de olivo que de ninguna
manera presentaba signos de vida. Por lo
menos; pensamos, esa desvencijada cepa se confundiría con las frondosas ramas y
flores que aquella humanidad regalaba a ese individuo. La tarde caía y Jerusalem era toda
fiesta. Recuerdo más de un compañero de
mi barriada llevar en sus manos ramitas de palmera con dátiles aún colgando de
ellas, las que alzaban al son del viento como papalotes en vuelo. La mía era una vetusta rama de olivo.
Permanecimos mi madre y yo
de pie cerca del sendero donde seguro pasaría nuestro extraño personaje,
distraído con la idea de que cuando regresáramos a casa jugaría de nuevo con mi
perro y mis juguetes de madera. Absorto
en esos pensamientos no había reparado que al paso del esperado protagonista un
trozo pequeño de su manto se quedó prendido de la rama que alzaba en mis
manos. Quise seguir con la mirada a aquel hombre pero sólo logré divisar una de las orejas del burrito que
montaba y cientos de palmas que terminaron de cubrir al peregrino. A mi derecha vi a mi madre con un rostro
resplandeciente de satisfacción… ¡Era toda alegría!
Miro ahora con mi desgastada
vista después de tantos años que el Señor me ha dado, aquella vieja rama de
olivo que de pequeño sembré. En ese
entonces estaba convencido que de ella brotaría un hermoso árbol; mismo que
tengo frente a mí. Ahora comprendo quien era el personaje que aquella tarde de
mi lejana infancia entró triunfante por los pórticos de Jerusalem. Reconozco ahora porque mi madre y yo
desesperadamente buscábamos ramas para salirle al paso entre himnos de júbilo y
esperanzas de tiempos mejores. Ahora estoy consciente de que aquel extraño
personaje era el Mesías, el Cristo, el Cordero de Dios. Me dirijo entonces a mi
cuarto y del viejo baúl de ébano extraigo el trozo de tela que se desprendió de
la túnica de aquel sencillo hombre que de pequeño miré extrañado por qué iba
montado sobre un humilde burrito y toda una muchedumbre alababa su presencia.
Lo acerqué a mis labios, lo besé y después de volverlo a colocar con devoción
dentro del cofre, me acerqué a la
ventana a mirar como el sol se ocultaba detrás del frondoso olivo que hacía
tiempo sembré; no reparé que de mi ojo derecho una descuidada perlita se había
desprendido, humedeciendo el frío suelo de mi habitación…
Jerusalem año 103 después de
Jesucristo.
*Monte de los olivos
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